En Catalanocòsia no nos conocemos todos, pero casi. Lo que sí hacemos es leernos unos a otros o, al menos, fingir que lo hacemos. Naturalmente, tanta endogamia tiene aspectos negativos: de tanto tocarnos acabamos pariendo engendros deformes como hijos de primos. Pero eso también tiene su belleza. Acaba generando en la literatura del país un aire de familia, un proceso compartido de depravación artística que, aunque no tenga recorrido y sea claramente el inicio de la extinción de un linaje cultural, es muy agradable de vivir.
Todo esto para deciros que yo no conozco a Ada Klein Fortuny, pero es como si ya la conociera. He seguido durante años sus efusiones en el antiguo Twitter, he caído gustosamente en la trampa seductora de su personaje y me ha sorprendido La plaga blanca, un debut literario que, incluso si tienes la sensibilidad y la empatía de un tronco como yo, provocaba unos cosquilleos tántricos de alegría en el bajo vientre. De esos que nunca te llevan al orgasmo, pero no puedes parar, como una droga dura administrada con frivolidad suave.
¿De qué coño estamos hablando, Bonet?
En Lisa Cohen, su nueva novela, Klein depura este arte del practicante que te clava la jeringa en la vena, a veces con una sonrisa beatífica, otras con una picardía de cabaretera del Paral·lel. No solo nos leemos los libros y los tuits unos a otros. También leemos entrevistas y reseñas. Vi que Arià Paco, tras pasar por la Lisa Cohen Experience, escribía que no sabía muy bien qué había leído. Y es verdad. El libro provoca desconcierto formal pero, sobre todo, de intención. Nunca queda claro si detrás del canto al amor y a la joie de vivre más convencional no hay un blanqueamiento malicioso de la nostalgia, el meme de un alma destrozada con una máscara sonriente. Este mecanismo, lejos de ser deshonesto, es el motor de una narración con conflictos muy leves —de hecho, durante la mayoría de páginas no hay ninguno— y una evolución más bien plana del personaje central.
A Lisa Cohen, Klein depura estas artes del practicante que te clava la jeringa en la vena, ahora con una sonrisa beatífica, ahora con una picardía de cabaretera del Paralelo
Entonces, ¿de qué coño estamos hablando, Bonet? Os preguntaréis. Vale. Pues Lisa Cohen es una colección de estampas y un catálogo de amantes de una señora que se hace mayor. La historia sentimental de una mujer paneuropea de apellido enigmáticamente judío. Que tiene orígenes napolitanos, vive en Londres, veranea en el sur de Francia y habla como un pescador de Begur. Todo eso junto, con cierta niebla de irrealidad y de impostura, funciona bastante bien. De hecho, ese es el gran mérito de Lisa Cohen: conseguir trasladar una heroína romántica a medio camino entre Jane Austen y Flaubert a la época de consolidación del feminismo en Occidente.
Lisa Cohen es una colección de estampas y un catálogo de amantes de una señora que se hace mayor. La historia sentimental de una mujer paneuropea de apellido enigmáticamente judío. Que tiene orígenes napolitanos, vive en Londres, veranea en el sur de Francia y habla como un pescador de Begur
No sin problemas, eh. Las escenas son irregulares y el tema, el empoderamiento femenino a través de entregarse a un amor loco que tiende a la complacencia, es de un equilibrio delicado y funambulista. Hay pasajes al borde del ridículo, cayendo en una versión grotesca de Pasión de gavilanes, como una ocasión en que la protagonista “reconecta con los caballos” —ese tópico de la sexualidad femenina reprimida— con la ayuda de un alemán pelirrojo buenorro que fuma en pipa. En otro momento, Lisa Cohen sufre una herida y el diagnóstico del médico te hace levantar una ceja: “Tienes un corazón grande y late demasiado”. Pero junto a estos chirridos sudorosos, que por otro lado contribuyen a construir el tono buscado de ingenuidad y simpleza, también encontramos pasajes de escritura prodigiosa que harían llorar a Ruyra si levantara la cabeza. Como una escena erótico-festiva en una barraca de Banyuls que empieza haciéndote oler la sal del mar y las chumberas, y termina con un trío que vuelve a despertar las cosquillas del bajo vientre. Es la mejor droga de Klein: cuando trabaja la sensualidad y vence las barreras racionales.

También tiene otras virtudes, digamos, intelectuales. Por ejemplo, una actitud militante para evitar el maniqueísmo respecto a las cuestiones programáticas que se van filtrando durante la lectura, como el derecho de las mujeres a no tener hijos o el machismo. Aquí hay mujeres malas y hombres cabrones, violadores que son perdonados y condenados a la degradación interna, y otros hombres de naturaleza angélica. No hay juicios burdos, y todo es un entramado razonado de matices que conduce a una gran tesis: el amor es una herramienta de aprendizaje y “en general, en lo privado, en lo pequeño o en lo amplio, en la pareja, en la familia, en la tribu, es el andamio” sobre el que se construye todo lo demás.
Lisa Cohen no es una novela, ni una carta, ni un testamento. Es el sermón entusiasta de una sacerdotisa privilegiada que no ha perdido la fe, una confesión embriagada sobre la ilusión de enamorarse
A la vista de todo eso, pues, quizás es más sencillo entender qué es Lisa Cohen. No es una novela, ni una carta, ni un testamento. Es el sermón entusiasta de una sacerdotisa privilegiada que no ha perdido la fe, una confesión embriagada sobre la ilusión de enamorarse, un manifiesto moral que tiene como máxima una cosa así como 'el amor no es el problema, sino la solución'. Hechos, hoy, que rozan la contraculturalidad.