Desde principios de octubre vivimos con imágenes diarias de la guerra entre Israel y Palestina, imágenes de muertos en las calles, de escombros. En el telediario y en los programas especiales con música épica, como una ficción apocalíptica. Y en Twitter, sobre todo. Noticias sobre Gaza, y debajo la noticia de la plaga de chinches, y debajo un vídeo de un oso panda que se lava con una toalla. La manera como absorbemos la información ya ha cambiado el paradigma. El choque emocional, corto, intenso, y scroll. Debajo siempre hay algo mejor.

Recuerdo la misma sensación cuando estalló la Guerra de Ucrania. La perplejidad y seguidamente, la normalidad. Claro está que piensas en ello cada día, lo comentas con alguien, y eres consciente de la suerte que tienes de no haber nacido en aquella porción de tierra. Cada día unos minutos de dedicación mental, informarte y recordarte de que no lo olvidas aunque la mayor parte del día hagas como si nada. Es una manera de limpiarte un poco superficial, como cuando en el parabrisas del coche no queda agua y la escobilla solo derrama el polvo en forma de semicírculo.

Somos los conflictos de nuestro entorno más inmediato. Esta es la medida de nuestros problemas. Y es lógico. La lluvia, este lunes y las entradas en Barcelona colapsadas. Parece que por fin llega un poco de frío. El Premio Planeta. Por el puente estuve en Montpellier y mi preocupación circunstancial fue el engendramiento de Jaime I (una cosa que pasó al principio de 1200). Su padre, Pedro el Católico, no quería irse a la cama con su mujer María de Montpellier, se habían casado muy de mala gana, y lo enredaron diciéndole que se lo hacía con otra en el castillo de Mireval. A oscuras no la reconoció y con una noche fue suficiente. Aquellos días también me preocupó la poca calidad de nuestros cruasanes en comparación con los franceses y su sistema escolar que tiene vacaciones cada seis semanas. Eso hasta que en París sucedió el asesinato de un profesor en un instituto. Al día siguiente desalojaban Versalles y el Louvre por amenaza de bomba.

Somos los conflictos de nuestro entorno más inmediato; esta es la medida de nuestros problemas

El mismo día, sin embargo, en Montpellier las calles del centro histórico estaban llenísimas, igual que los restaurantes pintorescos con mesas fuera. Durante un rato coincidieron en las escaleras de la plaza San Roque una banda callejera que tocaba por la lucha contra el cáncer y un despliegue de militares armados con metralletas. Hubo un momento de extrañeza, pero todo el mundo siguió comiendo su cassoulet, bebiendo vino con copa grande. Era fin de semana, hacía buen tiempo y nos mirábamos de reojo a los señores con los fusiles. Enseguida se marcharon. Y mejor. No necesitamos que nos recuerden el horror del mundo mientras comemos. Ya sabemos que está ahí, ya le dedicaremos unos minutos antes de ir a dormir (sobre todo si nos puede afectar a la vuelta del puente porque nos cancelan algún vuelo) o por la mañana cuando nos pongamos al día y todavía no estemos del todo despiertos. Pero entonces no, que era fin de semana y comíamos en un lugar precioso. Y no nos tocaba, todavía, de suficientemente cerca.