Siempre es complicado abordar tras la pantalla temas que una tiene que gestionar cada día. Es complicado y es abrumador. Porque, ¿qué haces? ¿Te muerdes la lengua y haces como si no te hubieras sentado en la butaca número 20 de la fila 8? ¿Dónde está el límite entre informar y hablar desde la entraña? En qué parte hay más verdad: ¿en los datos de los folletos del teatro o en el nudo en la garganta al salir, en el rato que te pasas pensando en tu existencia? Cuando puse los pies en el Teatro Goya para ver Eva contra Eva sabía que tendría conflictos internos cuándo me sentara a escribir. Lo tenía clarísimo cuándo leí el argumento y cuándo fui a la rueda de prensa. La brecha generacional es un conflicto latente en todos los sectores pero especialmente feroz en aquellos donde el ego va dando codazos. Y el periodismo, ya se sabe. Imposible no sentirse ligeramente interpelada.

Hay mucho elitismo también en el mundo del arte, en la literatura, en la cultura que consumimos – ¿o sólo tienen acceso los que tienen pasta? Otro debate interesante. Tiene que ser duro darse cuenta de que has dejado de lado el populacho para aspirar a contentar a los medios, desear comentarios del cuñadismo y exigirte una satisfacción auto infligida que olvida de dónde vienes. Y saber que no has soportado la frialdad ensayada durante años. Que le pregunten a la Eva de Emma Vilarasau sobre la pérdida de la humildad y la búsqueda constante de la aprobación externa para ser un poco más importante, para brillar un poco más.

Eva contra EvaLo puede parecer, pero los dos personajes femeninos no son enemigos. / Teatre Goya

No confundamos entusiasmo con seguridad

Hay un doble tema sumamente interesante en la Eva contra Eva que ha adaptado libremente Pau Miró a partir del texto de Joseph L. Mankiewicz, y que ha dirigido Sílvia Munt. Primero, el de la brecha de edad. Después, el de cómo esta grieta se agudiza entre mujeres (¿llegará el momento en que alguien deje de tratarnos como si fuéramos meras protagonistas de un ensayo que nunca se estrena?). La historia habla de dos actrices enfrentadas: una lleva años encima de los escenarios y no está pasando por su mejor momento ni artístico ni personal; la otra (Nausicaa Bonnín), transpira ilusión, inconformismo y energía, quiere una oportunidad. Sinceramente, cuando salimos del huevo todos queremos tener la ocasión de despuntar y probablemente todos nos sentiremos amenazados cuando vemos gente que sube. El problema se agrava cuando la anécdota pasa a ser una dinámica de toxicidad. Como cuando la Eva veterana se dinamita a sí misma por ser el reflejo arrugado de quien era y tropieza con las cuerdas resistentes del patriarcado. ¿Y cómo lo paga? Tratando a la Eva novata como una mierda.

Porque esta es una práctica altamente utilizada por jefes y personas con cierta experiencia dentro de cualquier ámbito. No es al revés en chavales que empiezan, por mucho que algunos se empeñen en confundir el entusiasmo con la soberbia; desgraciadamente, es la capa de invisibilidad que muchos pagan para esconder inseguridades y crear sinergias proactivas. Como la Eva de Nausicaa Bonnín, que charla mucho pero está cagada de miedo. ¿Cuántas veces alguien con cierto poder ha confesado que no quiere quedarse con el becario porque no habla, o porque no opina, o porque se limita a hacer sólo lo que le mandan? Los de arriba no lo dirán con la boca tan grande si le hacen la cruz por ser demasiado bueno, demasiado espabilada. Pero también paso y no como excepción.

Se estilan mucho las meaditas gratuitas para marcar territorio en puestos laborales

Quizás los primeros que deberían eliminar el concepto de competición son los que ya tienen la silla asegurada. Es egoísta y cínico pensar esto y, lejos de crear mejores profesionales, convierte a personas bien capaces en títeres desubicados que no saben dónde meterse. Las generaciones de la crisis económica, de la revolución tecnológica, de la pandemia, están mejor formadas que las anteriores. Y no por nada, sino por simple evolución del contexto. Igual que las venideras, probablemente y con el auténtico boom de información que hay, lo estarán mejor que nosotros. ¿Y qué? Hay espacio para todo el mundo - o lo habría si la precarización no despertara el instinto de supervivencia más carroñero.

Si una cosa se le tiene que agradecer a la Eva de la Vilarasau es que se la ve venir y eso da cierta ventaja a la más joven. Ojalá en la vida real viéramos con tanta claridad cuando alguien nos quiere poner el pie encima por puro pánico al declive; probablemente ayudaría a mucha gente a crearse un muro de contención y empatía para no perder la propia, de autoestima. Pero desgraciadamente no suele ser así en la vida real y el miedo de los grandes no facilita la entrada de los jóvenes de ninguna manera, porque la experiencia también contribuye a pulir las formas más retorcidas de tiranía. Se estilan mucho las meaditas gratuitas para marcar territorio y el porcentaje de pipís crece en personas que orinan de pie.

¿Qué es el éxito?

El otro gran tema de la obra es la rivalidad entre mujeres, la materialización escénica de "la peor enemiga de una mujer es otra mujer". Un fiasco demasiado real todavía... y cómo cuesta dejar de hacernos trampas al solitario. La decadencia de Eva no sólo tiene un motivo laboral, aunque su rabia se ejemplariza en un juego de espejos hacia otra mujer, de piel más fina, más fresca, más intrépida y activa. Una caída que alimenta el marido (Àlex Casanovas) dramaturgo de teatro y que tiene la empatía en el agujero negro; que inflama con fuego el crítico (Andreu Benito) alimentando a la fiera de la vanidad dolida; que tampoco disminuye la representante de Eva, de la mayor, que le hace ojitos a la otra por su propia sed de reconocimiento público. Es una muestra de como la sociedad, históricamente y todavía, participa de la guerra entre mujeres como en una batalla de gallos.

La obra coge un cariz diferente si la analizamos en perspectiva de género: la brecha generacional deja paso al techo de cristal, a la presión estética y a toda la retahíla de normas no escritas que impulsa el sistema patriarcal. Si nos pusiéramos las gafas violetas, toda la historia sería un despropósito: estamos asistiendo al funeral en vida de una mujer que ya no vale para nada porque se ha hecho mayor mientras veneramos la valía de la actriz joven por el solo hecho de ser eso, más joven. Eso cree la veterana y lo confirma su entorno, de diferentes maneras pero todas ellas punzantes, ahogos que queman. ¿Pero qué pasa cuando la mujer pisa fuerte y se impone? ¿Cuando se subleva, grita y dispara contra el estatus quo?

Eva contra Eva es una obra que hace pensar en por qué, aún teniendo conciencia, continuamos adoptando comportamientos más viejos que el cagar en lugar de desterrarlos para siempre. ¿Por qué se siguen haciendo películas de ficción donde la mujer siempre está oprimida? ¿Porque cualquier represión sociocultural del día a día alimenta todavía todo tipo de contenido cultural, perpetrando la desigualdad que nunca acaba? La adaptación de Pau Miró critica la realidad pero la perpetra, y su éxito no deja de sorber de las penurias de la vida real. ¿De nuevo, dónde está la línea entre realidad y ficción? Dejemos de valorar el éxito con la vara de los aplausos, las reseñas o los clics. Al final - y esto Eva contra Eva lo dice con la boca grande - el éxito no implica necesariamente la felicidad. El éxito siempre será llegar a casa y tener un plato de sopa en la mesa.