Sintonizar Eurovisión por la música es como ser abonado al Espanyol para flipar con el fútbol. Puede que haya emoción, pero es mejor elegir otra cosa. En ambos casos. El debate sobre la calidad musical de Eurovisión no está de actualidad, está más gastado que la voz de Sergio Dalma, pero el festival sí está en boga. Desde unos años atrás, ya no es una cosa de frikis o entendidos, como el malogrado Jose Luis Uribarri (¡comentó el festival de 1969 a 2010!), es un tema, puramente, de tontuna y diversión: memes, virales y palomitas.
Sintonizar Eurovisión por la música es como ser abonado al Espanyol para flipar con el fútbol. Puede que haya emoción, pero es mejor elegir otra cosa
¿Quién maneja la barca de Eurovision?
El Festival de la Canción de Eurovisión no es el festival de la canción, está aside de la música. Es algo popular, mucho, pero absolutamente mercantilizado y politizado: muy a favor de los ja-jas, pero culturalmente, muestra y exige tanto como La isla de las tentaciones. Además, ejerce un pinkwashing, blanqueamiento de manual, con lo israelí: en esta edición instrumentaliza lo LGTBIQ+ para vender el país al mundo como un lugar fetén. Aunque desligar el mercado y la política de Eurovisión es ciego y olvidadizo. El Festival nació como una iniciativa para unir a Europa a través de la música después de la Segunda Guerra Mundial. En 1956, inspirado en el Festival de la Canción de Sanremo, arranca con la participación de países con pedigrí europeísta (y belicista) como Bélgica, Francia, Alemania Occidental, Italia, Luxemburgo, Países Bajos y Suiza. Eurovisión ha crecido hasta ahora para incluir más de 40 participantes (incluso algunos fuera de Europa, como Australia), convirtiéndose en uno de los eventos televisivos más vistos del mundo. El fervor por el formato desde 2010 no solo debe explicarlo la inclusión de unas semifinales, sus festivales paralelos (Benidorm Fest en España o Melodifestivalen en Suecia) las más vastas producciones y visuales, la mejor realización, el sistema de votación aparentemente más transparente (votos del jurado y televoto por separado) o que el show sea un cierto símbolo de género y orientaciones sexuales disidentes. Andará, como todo, más ligado a eso de las redes sociales, que nos memizan y nos hacen partícipes de todo, desde de la muerte del Papa hasta el Apagón. Está el mundo muy serio y muy tonto a la vez. Y ahí conviven bien formatos que parece que luchan por algo bueno, cultural, para todos. Lo hagan realmente o no. Sea así o sea por los loles.
Inocente, pensaba que alguien echaría de menos en todo esto descubrir grupos y propuestas que tengan identidades, raíces, cuestiones comunales sorprendentes. Cada año ganan países con rock, sin él, con baladas, con coreo. Con nada de ello. Pero no ganan historias de ningún lado. Gana lo global. No sé si nunca ha sido así. Pero Waterloo (ABBA, 1974) o Ne partez pas sans moi (Céline Dion, 1988), sí parecían otra cosa. Algo más célebre (no me atrevería a definir célebre): Eres tú de Mocedades (1973), ¿se entiende suficiente lo de atemporal? ¿Alguien duda que Nel blu dipinto di blu (Domenico Modugno, 1958) es también algo más que un tema? A duras penas recuerdo el SloMo de Chanel, aunque moló la coreo; como para hacerlo con Esa diva de Melody (representante 2025 este sábado en Suiza), un pop ensimismado, torpón y más chabacano que Potra salvaje. A día de hoy, sigo viviendo con frialdad Netta (Toy, 2018) o Måneskin (Zitti e buoni, 2021). Por citar dos de los últimos que han hecho carrera tras el festival. Eso sí, me parto con el gallazo del Do It for Your Lover de Manel Navarro (2017) o el Dancing Lasha Tumbai de Verka Serduchka (2007). No se lo inventaron ellos esto del Festival del Llamar la Atención. Cantar descalza como Remedios Amaya también dio buenas dosis de palomitas, si es que existían por aquél entonces, a principios de los ochenta. La representante fue a Múnich con una pregunta: "¿Quién maneja mi barca?". Ni en puntos ni en memes. Afortunadamente, no había redes.