Que nadie sepa dónde ubicarte tiene su qué. Es más, diría que eso es lo que buscan la mayoría de artistas. No importa con qué intención ni con qué objetivo: lo importante es dejar huella. En el caso de Zola Jesus, lo consiguió desde su primer disparo. Formada en ópera clásica, su vía creativa principal ha sido siempre la vanguardia. Con matices, claro, porque esa etiqueta tiene un millón de enfoques y respuestas. De hecho, cuando no se sabe cómo catalogar algo inusual o inclasificable, suele utilizarse como recurso fácil. En el caso de Zola Jesus, a medida que han ido avanzando sus discos, afloran elementos como la experimentación y, sobre todo, la exploración de las infinitas posibilidades sonoras que le ofrece su voz. Ese, más allá de estilos o etiquetas, es su verdadero instrumento. Es lo que le permite jugar, narrar, construir. El corazón de su propuesta pasa por ahí.

Con un poso oscuro, pero siempre en busca de la belleza, Zola Jesus se sitúa en una escala donde conviven nombres como Fever Ray, Diamanda Galás, Julia Holter o Chelsea Wolfe

Una sola idea: libertad creativa

Con un poso oscuro, pero siempre en busca de la belleza, Zola Jesus se sitúa en una escala donde conviven nombres como Fever Ray, Diamanda Galás, Julia Holter o Chelsea Wolfe. Sin embargo, ella no se pliega ante nada: ni a lo electrónico ni a lo gótico. Ha ido construyendo su propio lenguaje, un universo donde caben tanto los éxitos como los fracasos. Aunque, para ella, todo parte de una única idea: la libertad creativa. Lo demás le importa bien poco. Luego serán sus seguidores quienes decidan si subirse o no al barco. Porque sus discos no siempre son experiencias placenteras. A veces sí: les añade un poco de azúcar para hacerlos más digeribles. Pero sus obras suelen rozar lo sinfónico. Además, Zola Jesus es una artista comprometida: lo mismo apoya al pueblo armenio con una canción que se suma al proyecto Planetary Music. Por eso, esta vez el concierto en El Molino tenía carácter de cita especial. Un espacio que se presta a ello: cercano, íntimo, con ese rojo omnipresente. El escenario era el ideal. Seguramente, si David Lynch hubiera conocido el lugar, ya estaría imaginando alguna escena con ese decorado.

Ha ido construyendo su propio lenguaje, un universo donde caben tanto los éxitos como los fracasos. Aunque, para ella, todo parte de una única idea: la libertad creativa

Nada más entrar en la sala, un piano y un micrófono. Esa era la pista de por dónde irían los tiros. Una artista que enlaza canciones, que en el primer tramo apenas mira al público, salvo para responder con un tímido "gracias" a un fan. Pese a la complejidad de su música, en este formato se aproxima a algo más estándar, con una voz que sube mucho y baja poco, siempre en registros muy altos (no llega a soprano, pero a veces casi), y un piano presente, potente, denso (una maravilla cómo suena la sala). Con el tiempo milimetrado (una hora justa), al final decide hablar: destaca la magia del lugar, la profundidad de sus edificios, confiesa cuánto echa de menos a David Lynch e interpreta In Heaven (Lady in the Radiator Song). Termina con Plyve Kacha, lanzando un alegato realista y poco esperanzador sobre el estado del mundo. Y entonces sí, efectos, reverb, y una muestra de esa experimentación que la caracterizó desde sus inicios en Phoenix. En cierto modo, fue como abrir otra puerta, anunciando que habrá nuevos formatos en el futuro. Su catálogo lo permite. Con ese gesto, volveremos a estar ahí, comiendo de su mano. La despedida, con un mantón negro de inspiración japonesa, fue reverencial. A saber en qué estaría pensando.