Odio la sensación de enero y todo lo que se supone que ahora empieza. Ya he hablado aquí otras veces: no me gustan los principios, ni cerrar etapas, ni hacer listas de las cosas que tengo que hacer. Enero, para mí, es volver a trabajar después de unas vacaciones demasiado largas. A la hora que me suena el despertador todavía es de noche y he estado tantos días en casa que me he tenido que mentalizar como un gladiador que entra en la palestra porque después de fiestas mis alumnos tienen la energía triplicada y han sido casi veinte días sin verse las caras. Me gustaría poder haceros llegar la lentitud que gasto ahora mismo, el desaire del cuerpo, de los movimientos que hago mientras escribo al ordenador. Si fuera una escena de novela explicaría que la casa está a oscuras y que la única luz viene de la lamparilla del escritorio. Que hace frío, pero que la persona que escribe tiene una estufa en el lado izquierdo, demasiado cerca de la silla. Un gato duerme enrollado en una butaca. A fuera no se oye a nadie. Son poco más de las seis de la tarde, pero el cielo es tan negro que parece uno de estos pueblos de Alaska donde están meses sin ver el sol.

Odio la sensación de enero y todo lo que se supone que ahora empieza. No me gustan los principios, ni cerrar etapas, ni hacer listas de las cosas que tengo que hacer

El runrún del gato

Cuando hago escribir a mis alumnos a veces me dicen que no saben cómo empezar. Me piden que les dé una frase. Se afrontan a aquello de la página en blanco. Y cuando les doy una idea, porque les digo que los principios son tan importantes, la escriben tal cual, literal. Y entonces, "es que no sabemos cómo seguir". Imaginar, a veces, también cuesta. Ahora que hace este frío querría escribir una novela que transcurriera en invierno. No sé si con eso tengo bastante para empezar: la imagen de la nieve que cae con todo aquel silencio. A mí también me pasa lo mismo que a mis alumnos. Cuesta, el inicio. Que el primer párrafo sea intenso, calculado y perfecto como el corte de una guillotina. A veces tampoco sabes del todo qué quieres explicar. Tienes una imagen, una idea amplia que se tiene que concretar en unos escenarios, unos personajes que parezcan tan reales como sea posible, no caer en la obviedad ni, sobre todo, en la moralidad.

Estoy convencida de que escribir una novela es, sobre todo, sobre todo tenacidad. Es una carrera de fondo. Es tiempo

Estoy convencida de que escribir una novela es, sobre todo, sobre todo tenacidad. Es una carrera de fondo. Es tiempo. Son horas de viajar, de salir a hacer cervezas, de dormir, de hacer cualquier cosa, sentada en un escritorio con una lucecita y enemistándote con una gente que no existe y que al final hará y dirá lo que tú decidas. Te enredas de una manera extraña: frases que no quieres sacar y que sobran, lo que acaba quedando en el texto, pero que tiene que apuntar en todo aquello que, una vez te has distanciado, eres capaz de borrar. Vives una especie de neurosis: en algunas relecturas te hinchas de satisfacción, al día siguiente te parece todo ramplón, baratísimo. Puedes no darte cuenta, a pesar de haber estado todo el día trabajando la misma página, que en dos líneas has escrito cinco veces "hacer". Incoherencias, repeticiones, cosas que no se explican lo suficiente. Lo que os decía, insistencia. Llegar al final y que aquello se aguante. La sensación fuerte cuando lo tienes acabado y sientes que puede valer la pena. El daño que hace, después, una crítica negativa. Jaume Cabré decía que es una puñalada al ego que solo nos podemos ahorrar de una manera: dejando de escribir. Tenéis suerte que esto es un artículo y no una novela. Si lo fuera, para ser poéticos, narraría que el personaje apaga la lucecilla del escritorio. Ahora sí, queda todo a oscuras. Solo se oye el runrún del gato, enrollado, impasible en el mundo. En el real y en los literarios.