Conviene empezar con un aviso: este artículo está escrito desde una tumbona y pensado para ser leído, también, desde una tumbona. Así pues, poneos cómodos, relajaos y dedicad cinco minutos a imaginar que estamos en alguna playa muy lejana, quizás la misma donde Don Draper disfruta de sus vacaciones leyendo calmadamente los primeros versos del Infierno de Dante. Ahora que ya estamos relajados, dejadme decir que no, que este artículo no trata sobre el protagonista de Mad Men, por lo tanto, si no habéis visto la mejor serie de la historia, podéis seguir leyéndolo, no sufrís. Este artículo trata, sin embargo, de aquello que le pasa a Don Draper mientras lee la Divina Comedia en el primer capítulo de la 6ª temporada: de cómo el tiempo, a veces, se detiene.

Al publicista más famoso de la historia de la televisión las agujas del reloj dejan de darle la hora justo cuando acaba de leer el primer párrafo del Canto I de la gran obra dantesca, aquel donde Dante dice aquello de "A la mitad del camino de la vida,/ me encontré dentro de una selva obscura,/ porque había dejado la recta vía". ¿No son eso, precisamente las vacaciones? ¿Abandonar durante unos días la recta vía, dejar de lado las obligaciones laborales, silenciar el buzón de correo electrónico y vivir como si las buscas del reloj se detuvieran durante una, dos, tres o cuatro semanas? Por eso este artículo está escrito desde una tumbona, tiene un tag denominado La Tumbona y un epígrafe donde dice "Desde la tumbona", porque sólo hay una cosa más maravillosa que estar de vacaciones: compartir las experiencias, preocupaciones e ilusiones que vivimos durante aquellos días en los cuales, incluso con una mascarilla escondiendo las sonrisas o la mitad de cosas interesantes de la vida suspendidas, la vida parece un lugar maravilloso donde ser feliz.

Entre nosotros, este es el primer artículo de una serie de artículos que casi cada día tratarán de describir de forma más o menos deshinibida este verano sin bailes arrambados, fiestas mayores, deporte en directo o viajes lejanos, por lo tanto ya que nos vamos a ver a menudo, dejadme haceros una confesión: nunca he terminado la Divina Comedia. Ya está, ya lo he dicho. Este dato, que en el 98% de los mortales no sería motivo de ninguna losa, se lo confesé hace escasas semanas a mi peluquera mientras me cortaba el pelo y fue entonces, mientras me preguntaba si me hacía el 2 o el 3 en el cogote, cuando me di cuenta de que me había convertido en un auténtico farsante. De hecho, temí que algún día alguien de la Società Italiana degli Amici della Catalogna se leyera un artículo mío sobre Dante, como este, decidiera invitarme a un simposio internacional sobre los vínculos entre la cultura italiana y la catalana y allí, en algún salón con decoración cargadísima de algún palacio barroco medio cutre de alguna ciudad de la Serie B italiana, digamos Padua o Cremona, me tocara confesar a media conferencia que no, que no he leído al completo los 99 cantos de la Divina Comedia.

Dante Domenico di Michelino Duomo Florence

Si eso pasara, yo, avergonzado, los explicaría que nunca he sido capaz de leerme algunos cantos del Purgatorio que se me hacen pesados y, sobre todo, que el tramo final, el del Paraíso, siempre me ha parecido demasiado claro y luminoso, poco realista. Les diría que me gusta Dante cuando escribe sobre aquello que conoce, es decir, el pasado y el presente, y que no me gusta tanto cuándo lo que escribe sobre el futuro, sobre sus esperanzas y su deseo de redención. Todo eso es lo que expliqué a Montse, mi peluquera, que al verme tan mareado me preguntó por qué no me releía de nuevo el libro. Y fue allí cuando le prometí que sí, que mi propósito este verano sería emular en Don Draper y releerme la Divina Comedia de pe en pa, leyendo tres cantos cada día. Y le confesé, además, que el primer artículo que escribiría desde la tumbona trataría de eso. Por eso hoy os lo explico, porque llevo leídos trece cantos del Infierno que no había leído desde hacía quizás ocho o nueve años, y chocarme con ellos me ha hecho acercar a Dante, pero sobre todo me ha hecho acercar a mí, al postadolescente de veinte años que un día descubrió Florencia, se compró un ejemplar de la "Commedia" en italiano en una librería de viejo, decidió aprender aquella lengua vecina y una década más tarde os recomienda hacer un back to basics y darle una oportunidad este verano a este clásico donde el poeta florentino, incluso, dedica un verso a "la avara pobreza de los catalanes".

Ha sido así, releyendo un libro desde la tumbona en alguna playa imaginaria que bien podría ser Hawai -o quizás Caldes d'Estrac, quien sabe-, como me he releído a mí mismo, he entendido las metáforas que hace diez años no eran nada más que versos herméticos indescifrables y he comprendido que en aquella escena de la playa el gran Don no está haciendo nada más que releerse también a él mismo mientras pone orden en su laberinto vital y el tiempo se le detiene, exprimiendo al cien por cien el concepto real de las vacaciones entendidas como una pausa donde gandulear y poner orden.

Como él, que sentado en una tumbona lee a Dante sin ser realmente Don Draper. Igual que todos nosotros.