Este artículo empieza con un gato que duerme hecho un ovillo en una esquinita del sofá. Ronronéa. Es un sonido que hacen no se sabe muy bien cómo pero que relaja y que en algunas empresas japonesas utilizan para rebajar el estrés de los trabajadores (tienen gatos que rondan las mesas de las oficinas). Empiezo con el gato que duerme plácidamente porque, cuando tienes gatos (ahora, querido lector que no tiene gatos quizás has decidido que este artículo ya no te interesa) siempre hay algún momento, un momento de final de trimestre, de lluvia, de gritos o migraña que piensas: hoy querría ser un gato. Solo hoy, solo unas cuantas horas. Pero me cambiaría por el gato y me quedaría todo el día aquí tirada.

Siempre hay algún momento, un momento de final de trimestre, de lluvia, de gritos o migraña que piensas: hoy querría ser un gato

Son muy literarios, los gatos. Miran por la ventana concentrados, como avistando un espacio de mundo que desconocen y no probarán nunca. Con aquella mirada estática de pupila finísima. Con aquel no saber nunca dónde están y aquel saber que son los amos de los cojines y las cortinas, de todo el espacio que olfatean y controlan mejor que tú: el rayo de sol que cae a las cuatro de la tarde en una franja concretísima del piso, el fresquito entre puerta y pasillo, la pila de ropa limpia y doblada que has dejado sobre la cama. Son altivos, son desconfiados. Cortázar decía que los espejos no son más silenciosos que el caminar de un gato, Hemingway que tienen una absoluta honestidad emocional. Si un perro te ofrece adoración incondicional, en un gato solo hay ignorancia teñida de desprecio. Ya veis que también he buscado qué han dicho los escritores (justamente el martes a los premios Santa Llúcia, Marc Vintró, ganador del Premio Mercè Rodoreda dedicó el premio a los gatos que han vivido con él). En el Antiguo Egipto, cuando morían, toda la familia se depilaba las cejas en señal de luto. Eran venerados y enterrados con lujos; eran imprescindibles porque liquidaban las ratas que podían acabar con provisiones enteras.

Cortázar decía que los espejos no son más silenciosos que el caminar de un gato, Hemingway que tienen una absoluta honestidad emocional

Dentro de aquela cabecita triangular hay un cerebro que se ve que se parece más al nuestro que el de los perros. Quizás por eso cuando tengo la fantasía de cambiarme por el gato, pienso que entonces le tocaría a él hacer de mí e ir a dar clase (podéis buscar la historia del gato Stubbs, alcalde de una pequeña región de Alaska). Repartiría sopladuras de odio. Explicaría, pagado de sí mismo, cómo es pasar la noche en los tejados (a veces, cuando en el aula no te escucha nadie, lo mejor es explicar una anécdota de tu vida privada). Quizás diría que en el lugar dónde vive no se le cambia lo bastante a menudo el agua y que el pienso es de supermercado. Ahora que caigo, no hay nada que me haga pensar que no me odia, el gato que vive conmigo. El artículo acaba cuando salgo de casa y él todavía se tumba acaracolado en el sofá. Cierro la puerta y mueve un poco la oreja porque ha detectado el sonido. Y cuando ya estoy en el bar de la esquina pidiendo un café para llevar, él puede hacer todo lo que quiera. Puede colgarse de las lámparas, comerse las plantas o hacer desaparecer los calcetines. Es amo y señor del piso y no hay mirada humana que pueda condenarlo. ¿Y sabéis qué pasa, entonces, cuando yo ando deprisa con el café que hierve? Nada. Absolutamente nada. Entonces y durante las próximas dieciséis o diecisiete horas no pasa nada más que el sonido de gato que duerme. A ver si no os intercambiaríais, vosotros.