El sudor me resbala por la espalda. He dejado las sábanas húmedas y ahora son dibujos abstractos del bochorno de toda la noche. No he soñado nada. Una niebla espesa entre los cojines y el ventilador que agoniza y hace el ridículo. Ningún mensaje de nadie. Frente al espejo, soy el mismo que anoche, pero con los ojos un poco apagados y las mejillas hundidas. Me seco la frente. Los vecinos del piso de arriba se apresuran a llevar a las criaturas a la playa. Abro la nevera. Vacía. Bebo un culito de agua fresca que, lengua abajo, baja por el esófago y llega al estómago. Vacío, también. Ahora se dirige hacia el intestino delgado y entra en la sangre. La sangre distribuirá el agua (ya tibia) por todo el cuerpo hasta que los riñones la filtren. Y entonces solo seré un líquido ardiente y amarillento que se pierde en la taza del váter en dirección a las alcantarillas.
Seré un charco de agua sucia
Vuelvo al espejo porque me ha parecido ver una ceja borrosa. No estoy seguro. Me froto los ojos. Me pican por el sudor. Dudo. Me vuelvo a frotar los ojos. Con la yema del dedo repaso la ceja. Nada. Lo dejo correr. Es sábado por la mañana y tengo todo el fin de semana inmenso por delante como una pista de despegue para procrastinar hasta el último detalle. Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. Me tumbo en el suelo. Clavo los ojos en el techo. Lo hago para aliviar la canícula. Busco una migaja de paz en las baldosas sombrías para refrescarme los muslos, la espalda, la nuca. Pero el frío hace tiempo que dejó de ser una promesa.
Y siento un hormigueo que me nace en la planta de los pies hasta la punta de los dedos. Una fila de hormigas que sube hasta las rodillas. Reviso las uñas, los tobillos. Me lo ha parecido. Pero de repente, me doy cuenta de que el meñique del pie izquierdo ha desaparecido. Bueno, no ha desaparecido, simplemente se ha deshecho mientras lo acariciaba y ahora es una pequeña mancha, aguada y marrón, entre las baldosas. No puede ser. No he notado nada, la misma sensación que cuando era pequeño en verano y se me derretía un helado en las manos. Voy hacia la cocina, camino más lento, claro, cojo un poco de papel y limpio el desastre del meñique, pero entonces la mancha ha crecido porque se me ha deshecho el muslo derecho hasta la rodilla. Caigo. No es una caída grave, un pequeño resbalón, y un charco de agua que se extiende por el comedor. Es bastante desagradable ver cómo uno se convierte en un líquido marronoso de esta manera, sin ningún aviso, ni tregua. Pienso si quiero resistirme o no. No tengo tiempo de buscar ningún tipo de explicación a algo que me parece lo más normal del mundo. En menos de dos horas seré un charco de agua sucia que —espero— alguien tendrá la delicadeza de limpiar. Acabaré dentro de un cubo mezclado con otros líquidos y seguramente, aunque no puedo tener la certeza, me perderé taza de váter abajo en dirección a las alcantarillas.