En un revelador momento de Desconocidos, el protagonista habla con su madre sobre los conflictos vitales que supone su homosexualidad. "¿Lo sabe todo el mundo? ¿No te miran mal"?, cuestiona ella, anclada en la idea de lo que suponía ser gay en los años 80. Mucho antes de este momento, sabremos que Adam, el personaje que vehicula la película, se quedó huérfano cuando era un niño. Y que, vete a saber cómo y por qué, desde el momento en que ha vuelto a la casa familiar, es capaz de ver a los padres muertos, de charlar con ellos, de recordar, de ajustar las cuentas, y de hacer hipótesis sobre todo aquello que nunca hicieron juntos.

De alguna forma, nada que ver con lo que entendemos en términos terroríficos o fantásticos, Desconocidos es un relato de fantasmas. Pero también de conversaciones íntimas. Y de la experiencia queer ante la mirada familiar y los prejuicios heteronormativos. Y de cicatrices en el alma. Y de aquellas experiencias traumáticas que nos conforman, que modelan nuestras personalidades, que nos hacen ser quien somos. Adam se quedó solo cuando solo tenía 12 años, por culpa de un maldito accidente de coche. Y tuvo que enfrentarse a la pérdida mientras gestionaba sentirse diferente en la escuela: el peso, el tabú de la homosexualidad para un niño de los 80, siempre acompañado de insultos y de bullying. De aquellos polvos, estos lodos, y el Adam de hoy es un adulto solitario y silencioso, emocionalmente bloqueado, que no se puede permitir ninguna relación con sentido y profundidad.

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Desconocidos empieza con una alarma antiincendios que suena en un rascacielos londinense casi deshabitado: el edificio solo parece tener dos vecinos. Adam baja a la calle y se fija en el otro ventanal iluminado, en el cual reconoce una silueta. Pertenece a Harry, lo sabrá minutos más tarde, cuando, ya de retorno a su apartamento, pican a la puerta con una botella de whisky japonés carísimo y una atrevida propuesta sexual que el protagonista rehúsa. Poco después de este primer encuentro entre dos seres heridos, Adam se reencuentra con los padres muertos y empieza su particular terapia a dos bandas: Desconocidos alterna las conversaciones con los unos, los progenitores, y con el otro, el vecino sexi. Una vez empieza a ajustar las cuentas con su pasado. abre la posibilidad de una relación sentimental real, atreviéndose, tirándose a la piscina por fin. Y de mientras, el espectador duda constantemente si todo está pasando realmente o si solo forma parte de la vida interior del protagonista, de su proceso de duelo, o de catarsis, o de reencuentro con sí mismo.

Quizás excesivamente audaz y radical en términos conceptuales, pero también resulta una experiencia emocionante, tierna, visualmente bellísima, sensorial e hipnótica

Autor de las estupendas Weekend (2011) y 45 años (2015), el británico Andrew Haigh huye de las narrativas tradicionales y apuesta por la creación de una atmósfera onírica a ritmo de los Pet Shop Boys y de Frankie Goes to Hollywood. El estado próximo al de un sueño —o al de una pesadilla según se mire— que envuelve el relato sirve para plasmar todo el proceso del intento de sanación emocional de Adam, interpretado con sensibilidad y tacto por Andrew Scott. El Moriarty de Sherlock, y el cura objeto del deseo de Phoebe Waller Bridge en Fleabag, pasea los traumas de su personaje y resulta conmovedor.

Pero Scott no esta solo: Paul Mescal confirma lo que ya vimos en Aftersun; probablemente es uno de los actores que más nos hará vibrar los próximos años. Y Jamie Bell (inolvidable Billy Elliot) y Claire Foy (la joven reina Elizabeth de The Crown) redondean el póquer interpretativo puestos en la piel de los progenitores fantasmas, anclados tres décadas atrás, dispuestos a dar la mano que su hijo había necesitado de pequeño. En una de sus conversaciones, Adam le pregunta al padre por qué no había entrado en su habitación cuando lo oía llorar tras la puerta: "No quería pensar en ti como el tipo de chico al cual todo el mundo putea; de hecho, pensaba que yo mismo también lo habría hecho si hubiera ido a la escuela contigo".

Todas aquellas respuestas que nunca escuchó por culpa de un accidente llegan ahora, vete a saber si en un plano real o soñado, pero con la eficacia necesaria para terminar. La dolorosa exploración sobre el amor, la soledad, el autoaislamiento y el perdón que propone Andrew Haigh en Desconocidos la convierte en una película quizás excesivamente audaz y radical en términos conceptuales, pero también resulta una experiencia emocionante, tierna, visualmente bellísima, sensorial e hipnótica.
 

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