Barcelona, día de Santa Llúcia de 1788. Hace 237 años. Rafael d’Amat i de Cortada, barón de Maldà y autor de Calaix de sastre, el dietario más rico de la vida cotidiana de la Barcelona de finales del XVIII y principios del XIX, dejaba escrito que, como todos los años, se había abierto al público el "memorable y antiguo pesebre" del convento —posteriormente desaparecido en 1835— de Santa Madrona, en la rambla dels Caputxins. Dicho documento no es el testimonio más antiguo de la existencia de este elemento navideño en Catalunya. Pero sí es una referencia importante: el barón de Maldà, en su anotación, reveladoramente lo llama "antiguo". Así pues, ¿desde cuándo montamos el pesebre de Navidad? Y, sobre todo, ¿desde cuándo este elemento trasciende la esfera pública y penetra en las casas particulares?

Representación de Francisco de Asís. Fuente Cueva de San Benito. Subiaco (Italia)
Representación de Francisco de Asís / Fuente: Cueva de San Benito. Subiaco (Italia)

¿Cuál es el origen remoto del pesebre?

El primer pesebre de la historia fue una escenificación viviente del nacimiento de Jesús. Fue en el año 1223, hace más de ocho siglos, en Greccio, una pequeña población a cien kilómetros al norte de Roma (entonces territorio del Patrimonium de San Pedro o Estados Pontificios). Y su promotor fue el monje Giovanni di Pietro Bernardone, más conocido como Francisco de Asís. Posteriormente, esta manifestación navideña se expandiría, siempre de la mano de los franciscanos, y se tienen noticias de que a principios del siglo XVI y en el convento franciscano de los Cordeliers de París —posteriormente desaparecido en 1795—, se creaban vistosos pesebres navideños que tenían una gran aceptación popular. Pero con una diferencia sustancial: se pretendía crear y exponer una escenificación permanente y las figuras pasan de vivientes a inanimadas.

Retrato del barón de Maldà. Fuente Museo de Badalona
Retrato del barón de Maldà / Fuente: Museu de Badalona

El paso intermedio hasta llegar a Catalunya

La transformación de las figuras (de humanas a inanimadas) es un salto importantísimo en la historia del pesebre, porque impulsa la aparición de una producción artística que contribuiría a la expansión definitiva de esta manifestación navideña. Durante los siglos XVI y XVII, surgirían talleres en la Provenza, Nápoles y Sicilia que elaborarían figuras de talla humana —fabricadas con yeso o con madera— y que suministrarían a los conventos franciscanos del orbe católico. Coincidiendo con esta primera expansión, ya tenemos el primer testimonio de la presencia de un pesebre en Catalunya: dos siglos antes de la noticia de Maldà, las fuentes documentales describen la exposición periódica, todas las Navidades, de un pesebre en la catedral de Barcelona, con figuras que combinaban el yeso y la orfebrería (siglo XVI).

Representación del mercado del Portal Nou, de Barcelona (1806). Fuente Institut Cartografic de Catalunya
Representación del mercado del Portal Nou de Barcelona (1806) / Fuente: Institut Cartogràfic de Catalunya

Del pesebre público al doméstico

Cuando Maldà describe el pesebre de los capuchinos de la Rambla (1788), también deja constancia de un hecho que apunta a un segundo salto: el que proyecta el pesebre hacia el ámbito doméstico. El barón revela que, a finales del siglo XVIII, los palacios urbanos de las familias oligárquicas barcelonesas, siguiendo la moda de las casas nobiliarias de las ostentosas y barrocas noblezas de Nápoles y Palermo, ya creaban pesebres, que exponían, exclusivamente, para sus círculos sociales. El barón de Maldà describe, por ejemplo, el belén privado del palacio de los Dalmases, en la calle de Montcada. Y las causas que lo explicarían —a pesar de que el barón no las menciona— podrían ser diversas, como la larga relación histórica entre Nápoles, Palermo y Barcelona, o la arraigada tradición franciscana en ambos lados del Mediterráneo occidental.

Plano del convento de los Capuchinos de la Rambla, en el momento de su derribo (1835). Fuente Universidad Autónoma de Barcelona
Plano del convento de los Capuchinos de la Rambla, en el momento de su derribo (1835) / Fuente: Universitat Autònoma de Barcelona

De los palacios de las oligarquías a las casas populares

Maldà ya no pudo ver y documentar el tercer y definitivo salto del pesebre. El barón murió en 1819 y, poco después —durante las décadas centrales del siglo XIX—, se produciría un fenómeno que expandiría el belén al conjunto de casas de la sociedad de la época: aparecen las figuritas de yeso, de talla pequeña y que se vendían en los puestos de artesanos de los mercados de Navidad del país (el de Santa Llúcia, en Barcelona, es uno de los primeros). Se desconoce si estas figuritas aparecen para satisfacer una demanda o si su aparición impulsa el fenómeno. Pero lo que sí se sabe es que esta innovación permitiría replicar a escala los "memorables" pesebres de los capuchinos de la Rambla o los de las casas de la oligarquía urbana, y reproducir —incluso con toda la riqueza de composición— el modelo en muchísimas casas humildes de la ciudad y del país.

Representación del Convento de los Cordeliers de París, poco antes de su derribo (1734). Fuente Biblioteca Nacional de Francia
Representación del convento de los Cordeliers de París, poco antes de su derribo (1734) / Fuente: Biblioteca Nacional de Francia

El caganer

La figura del caganer es la más singular del belén catalán. Se ha debatido mucho en relación con su origen. Se la ha relacionado con una pretendida tradición escatológica de los catalanes (no olvidemos que los catalanes somos los creadores del prefijo "em cago en..." que anticipa la blasfemia, y que los castellanos incorporarían a su lenguaje). Pero, actualmente, la mayoría de los antropólogos consideran que, en realidad, es un testimonio de la religión ancestral de las sociedades antiguas de nuestro territorio, que trasciende la evangelización y se "cuela" en la escenografía cristiana que representa el nacimiento de Jesús. Según la investigación antropológica moderna, el caganer, con su acción, abona la tierra para un próximo ciclo natural, y simboliza el alimento que los hombres y las mujeres ofrecen a la Madre Tierra, la diosa de la vida y de la fertilidad.