La lejanía entre finales de junio y principios de septiembre no es comparable a ninguna distancia que conozca. Los días de verano, todo el mundo lo sabe, tienen un tamaño diferente de las tardes mediocres de octubre. Uno podría contar años enteros dentro de este julio y este agosto. El verano es muy tramposo con el tiempo. No tengo nada en contra de las otras estaciones meteorológicas, pero los meses que separan el último día de clase hasta la bienvenida del nuevo curso nos cambian de manera irremediable.
Ni una cosa ni la otra
Nunca había pensado en eso, pero la semana pasada, justo antes de pisar el instituto, una sensación de irrealidad me confundió. Me detuve unos segundos en la acera de enfrente y contemplé el edificio. ¿Aquel era el lugar donde había pasado los últimos cursos? Sí, no había ninguna duda. Quizá han hecho obras —pensé—. Muchos centros aprovechan las vacaciones para pintar las aulas o arreglar las fachadas.
Una vez dentro, no me encontré al portero que siempre me saludaba con algún comentario ridículo. Subí las escaleras despacio, contemplando las paredes vacías de murales, ahora relucientes de un color nuevo que no conocía, y comprobé si llegaba tarde o si me había equivocado de día. Ni una cosa ni la otra.
Al llegar al aula me esperaba la tutora con una sonrisa de oreja a oreja. Bienvenido. Nadie dijo nada. Y rodeado por la mirada de mis compañeros me senté en la última fila. Los observaba detenidamente, uno a uno, y sí, eran mis compañeros, algunos incluso amigos, pero no eran del todo ellos. Algo había modificado su altura, la voz, los peinados, los granos... Se habían convertido en una versión más elemental. Pero aún quedé más aturdido cuando nos tocó subir a la tarima y presentarnos. Convencido de que ya me conocían, hice un par de bromas que nadie rió. De hecho, se miraban entre ellos con una extrañeza hiriente. Gemma, que se sentaba a mi lado, me preguntó de dónde venía. Y le dije que de casa, Gemma, vengo de mi casa, como siempre. ¿Pero qué os pasa?
Me hizo un gesto con la cabeza que no entendí y se giró. Esperé pacientemente hasta la hora del recreo e intenté hablar con Hug y Moha. Pero ni Hug ni Moha sabían quién era yo. No me conocían de nada. ¿Todo aquello era una broma? ¿Quizá la pesadilla de la noche antes de volver a las clases? Ni una cosa ni la otra.
Me acostumbré a los nuevos compañeros que ya conocía, me acostumbré a esta rutina tan diferente y tan parecida que cada curso se repite. Y así iremos devorando los años, convertidos en individuos distintos, cambiando el vestuario, los granos y las adicciones, pero en el fondo seremos las mismas criaturas que el primer día en la guardería lloramos desconsoladamente, conscientes de que en la vida no te puedes fiar ni de los padres.