Todo el mundo sabe que parte de la riqueza del British Museum es producto de un robo. Sin embargo, la colección permanente del Louvre tampoco está libre de culpa. El pillaje artístico practicado por los ingleses en Nigeria, Egipto y Grecia, cuenta con un precedente que en Italia es visto todavía como una profunda ofensa. Me refiero al expolio que, entre 1787 y 1815, transfirió cientos de obras de reinos como el de Cerdeña o Nápoles en el corazón de Francia. Pese a la derrota del emperador corso en Waterloo, una parte sustancial de las pinturas robadas siguen en París. El caso más conocido es el de La boda de Caná de Paolo Veronese, aunque en el famoso museo de la capital gala se pueden encontrar cuadros de Cimabue, Lippi o Giotto que la République considera adecuado mantener lejos de su lugar de origen.
Sin embargo, el intervencionismo francés en territorio italiano no se le inventó Bonaparte. Viene de antes, de mucho antes, de los tiempos de Carlos de Anjou (1226-1285). Diría que es desde entonces que una parte considerable de los italianos se mira a Francia con una mezcla de desconfianza y resentimiento similar a la que muchos catalanes sienten por Castilla. Podría parecer que se trata de una tensión más sutil y diplomática, pero creo viable trazar una línea de continuidad capaz de unir las Vísperas Sicilianas de 1282 y el rifirrafe entre Zidane y Materazzi durante la final del mundial de 2006. En medio podríamos situar la derrota de Francisco I en la batalla de Pavia de Napoleón III (1850) o el apoyo del presidente del ENI, Enrico Mattei, a la independencia de Argelia (1962).
Creo viable trazar una línea de continuidad capaz de unir las Vísperas Sicilianas de 1282 y el rifirrafe entre Zidane y Materazzi durante la final del mundial de 2006
El último episodio de esta eterna disputa, protagonizado por un discurso viral en el que Giorgia Meloni acusaba a Francia de extorsionar económicamente sus antiguas colonias de África Occidental, sirve para demostrar la vigencia de una tensión latente que, sin embargo, siempre ha estado acompañada por un interés literario mutuo. Se trata de una relación bidireccional pero asimétrica. Mientras los escritores italianos han ido a Francia en busca de referentes culturales (D'Annunzio), éxito comercial (Pirandello) o un sitio para exiliarse (Mazzini); los franceses han utilizado Italia por dos motivos principales: evadirse a través de la exaltación de su belleza, al estilo de George Sand o Flaubert, o utilizarla como excusa para hablar de la política de su país, como Stendhal hizo con La Cartuja de Parma.
El último de los autores franceses en enamorarse del país transalpino ha sido Pierre Adrian, quien ha dedicado más de la mitad de su obra —tres de sus cinco libros— a hablar sobre Italia. Todo empezó en el 2015, con La Piste Pasolini, viaje literario dedicado a seguir los pasos de Pier Paolo Pasolini desde su Friul natal hasta la playa de Ostia donde fue asesinado. Cinco años después llegó Les Bons Garçons, una novela sobre la Masacre del Circeo, tema que ya había inspirado Edoardo Albinati a la hora de escribir la obra ganadora del Premio Strega del 2016. Ahora, la Editorial Navona nos trae Hotel Roma, texto donde Adrian recupera la vocación hagiográfica de su primer libro para récorrer los espacios donde escrivió y murió Cesare Pavese, poeta, dietarista y suicida que se quitó la vida el 27 de agosto de 1950, es decir, hace 75 años exactos.
Adrian recorre los espacios donde escrivió y murió Cesare Pavese, poeta, dietarista y suicida que se quitó la vida el 27 de agosto de 1950, es decir, hace 75 años exactos
Traducido a nuestra lengua por August Rafanell se trata de un libro entretenido, más didáctico que brillante, en el que, acompañados por Adrian y por una novia suya de quien no nos revela el nombre, paseamos por Turín en busca de las frustraciones existenciales del autor del Oficio de Vivir, dietario tristísimo que, por algún motivo que desconozco, dio nombre al programa de autoayuda más exitoso de la radio catalana. A lo largo de sus escasas 200 páginas, Adrian insiste en la idea de que Pavese se mató para que el resto de los mortales aprendiéramos a vivir, tesis bastante siniestra que no acaba de explicarse del todo bien, pero que mis compañeros de la prensa cultural han utilizado para crear titulares más o menos atractivos o excitantes, dos adjectivos que cuestan de atribuir a Pavese.
A diferencia de Pasolini, un hombre dotado de un carisma capaz de fascinar a cualquiera, Pavese es, tal vez, una de las figuras menos seductoras de la literatura italiana. Las mujeres le encontraban aburrido; los partisanos lo consideraban un cobarde —no se inscribió en el Partido Comunista hasta después de la guerra—; los fascistas, siempre dispuestos a romper la cara de cualquiera que les oponiera la más mínima resistencia, le veían tan inofensivo que el único castigo que le impusieron fue el de un confinamiento (con libertad de movimiento) en un pueblecito de Calabria. Incluso las autoridades de Brancaleone, pueblo que había erigido un busto en su honor, acabaron cansándose de él y retirando la estatua. Diría que él mismo se daba pereza, que si se mató es porque estaba cansado de vivir.
Las mujeres le encontraban aburrido; los partisanos lo consideraban un cobarde; los fascistas le veían tan inofensivo que el único castigo que le impusieron fue el de un confinamiento
Teniendo en cuenta todo esto es de justicia preguntarse qué sentido tiene dedicarle un libro a este individuo, más aún cuando quien lo escribe no tiene ningún vínculo académico (como Viviane Forrester con Virginia Woolf), nacional (como Enric Vila con Josep Pla) o personal (como Emmanuel Carrère con Limonov). La teoría anteriormente expuesta sobre la relación de los literatos franceses con Italia no ayuda demasiado en este sentido. Hotel Roma no es un libro de belleza escapista, al estilo Lilicub, pero tampoco parece querer representar la realidad política del hexágono o ninguna tendencia especialmente visible en el panorama francés actual. De hecho, el existencialismo, con el que Adrian flirtea durante gran parte del texto, es un mal mucho más presente en el mundo literario francés que en el italiano.
Quedó una tercera opción: el vampirismo, el expolio cultural de estilo napoleónico. Pero robar a Pavese no tiene mucho sentido, sobre todo si se pretende que el botín sea su vida intrascendente. Seguro que El bello verano es un buen libro, aunque no mereciera tomarle el Premio Strega de 1950 a La Pelle de Curzio Malaparte, pero ¿por qué debería interesarnos seguir sus pasos de quien lo escribió? ¿Qué debemos sacar de todo esto? Mientras me preguntaba estas cosas se me ha ocurrido el éxito de visitas que últimamente tienen los obituarios. Me consta que se cuenta entre los artículos más leídos de los diarios digitales. Esto, que alguien podría entender como el síntoma de una pulsión de muerte en el seno de la sociedad europea, podría, en cambio, explicarse como una consecuencia de una pulsión aún más siniestra: la de la jubilación.
Si en las últimas décadas hemos visto cómo nuestras librerías se llenaban de autores con miedo a vivir, no me extrañaría que, poco a poco, los escritores de obituarios vayan ganando popularidad
A medida que Europa envejece, su cultura se vuelve cada vez más nostálgica, más enemistada con la voluntad de vivir. Los jóvenes sueñan con su pensión, los fallecidos ganan atractivo, sobre todo los fallecidos en vida. Si en las últimas décadas hemos visto cómo nuestras librerías se llenaban de autores con miedo a vivir, no me extrañaría que, poco a poco, los escritores de obituarios vayan ganando popularidad. Vivir da pereza, imaginar aún más. Es mejor mirar a las tumbas, que nunca dan problemas. Vendrá la muerte y tendrá nuestros ojos, que son, como era de esperar, los ojos de los muertos. Tendremos, de paso, los cojones de llamarlo poesía o literatura del yo, del yo difunto.