“Hablan de mí como si tuviera cuernos y rabo”, afirma. Y la frase viene al pelo para ahondar en uno de los debates que últimamente han salido a pasear en los medios. ¿Es ético dar voz a un delincuente, a un asesino, a un terrorista, al mismísimo diablo? Y hacerlo... ¿es sinónimo de legitimar su mensaje? ¿De blanquear su figura? La frase de los cuernos y el rabo sale de la boca de José Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea en la entrevista que le dedica Jordi Évole en No me llame Ternera, el polémico documental que inaugura la sección Made in Spain en el Festival de San Sebastián. Inmediatamente después, el que fuera uno de los jefes de la banda terrorista ETA afirma que se le ha deshumanizado. "Soy una persona con sus convicciones, con sus ideas, y con una familia, como cualquier otro". Hombre, como cualquier otro no eres, Josu.

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Vamos con la polémica: como ocurre habitualmente en España, las opiniones son, en realidad, prejuicios. Antes de cualquier visionado, las críticas al blanqueamiento de la figura de Josu Ternera (así hemos conocido siempre a Urrutikoetxea aunque a él no le guste el apodo) han proliferado pese a que no había habido proyección alguna de la película presentada en el Zinemaldia. Visto el film, el arriba firmante no diría bajo ningún concepto que No me llame Ternera blanquee al personaje. Otra cosa es que ETA sea, para uno de los lados de la polarizada sociedad española, el comodín perfecto para todo.

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Hace unos días, un grupo de 500 firmantes solicitaban, en un manifiesto, que el festival no proyectara el film. Algo parecido ocurrió hace seis años cuando, también en este certamen, se lanzó una campaña contra la comedia de Borja Cobeaga Fe de etarras. Y, si viajamos mucho más allá en el tiempo, dos décadas, los más viejos del lugar recordamos la brutal presión que se vivió con el estreno donostiarra de La Pelota Vasca: la piel contra la piedra, de un Julio Medem que sufrió una caza de brujas parecida a la que años antes había vivido Imanol Uribe con Días contados (1994) o con El proceso de Burgos (1979). Las cosas han cambiado mucho desde entonces, ETA ha desaparecido (entonces aún mataba), pero el uso como arma arrojadiza de esas siglas sigue estando en manos de la derecha.

Pero no es misión de este artículo hablar de política, y sí de cine, así que sirvan estas líneas para reflexionar acerca de las imágenes que proponen Jordi Évole y Màrius Sánchez, directores del film que nos ocupa. De entrada, reiteremos que No me llame Ternera no blanquea nada. Para empezar, su propia estructura es una declaración de intenciones. El film comienza con el periodista presentándonos a Francisco Ruiz, quien, en febrero de 1976 y como policía municipal del pueblo vizcaíno de Galdakao, ejercía de escolta del alcalde Víctor Legorburu, cuando un comando terrorista les ametralló. El primero sobrevivió milagrosamente, con una docena de balazos en el cuerpo; el segundo murió al instante.

No es misión de este artículo hablar de política, y sí de cine, así que sirvan estas líneas para reflexionar acerca de las imágenes del film que nos ocupa: de entrada, reiteremos que No me llame Ternera no blanquea nada

Es entonces cuando conoceremos algo de lo que no se tenía constancia, que Ruiz no sabía y que Urrutikoetxea confiesa ante la cámara de Évole. Él estuvo implicado en ese atentado. No de forma directa, porque, si hacemos caso a lo que cuenta, y eso es decisión de cada espectador, el protagonista de la entrevista dice no haber traicionado jamás el quinto mandamiento de la ley de Dios, ese de “no matarás”. Puede que se refiera estrictamente a disparar el gatillo de una pistola en una nuca ajena, o a apretar el botón que hace explosionar una manzana de edificios. Ternera dice lo que dice, otra cosa es que le creamos.

De lo que sí se enorgullece es de su participación, no concreta de qué forma, en el asesinato del presidente del gobierno Luis Carrero Blanco, probablemente por ser un alto cargo de la dictadura franquista. Poco más reconoce un Josu Ternera que, a ratos, parece que pasaba por allí, vio luz y entró. Con las evasivas y las puntualizaciones, los matices y las excusas, el que fuera capitoste de la banda terrorista suelta poca prenda. Pero es extremadamente revelador verle alterarse cuando un Évole que pregunta casi todo lo que tiene que preguntar compara el yihadismo con los asesinatos etarras, plantea si es distinto matar en nombre de Dios o en nombre de la patria o, a propósito del impuesto revolucionario, iguala a ETA con la Mafia: “va usted un poco lejos”, le suelta. Y resultan especialmente dolorosos unos titubeos que se tornan puro cinismo cuando aparece Hipercor en la conversación y el tipo culpa de la masacre a la policía por no evacuar el supermercado.

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Josu Ternera, en una imagen de archivo. / EFE

En la charla se habla de Yoyes, de las bombas en las casas cuartel de Zaragoza y de Vic, de las conversaciones de Urrutikoetxea y el político del PSOE Jesús Eguiguren en 2005, que empezaron a encarrilar la futura disolución de la banda. De facciones distintas, de estrategias opuestas. El protagonista de la entrevista se manifiesta en ocasiones contrario a qué se pretendía con determinadas acciones, eufemismo de asesinatos, como el de Miguel Ángel Blanco, o como el secuestro de Ortega Lara. Decíamos que la estructura del documental partía de una víctima del terrorismo, Francisco Ruiz, y con él, con su mirada, con sus reacciones, con su reflexión sobre si Ternera está o no arrepentido, termina la película.

Recordar los 50 años de horror y dolor provocados por ETA es siempre necesario. Como lo sería igualmente hablar del terrorismo de estado, de la represión que ha vivido Euskadi, del GAL y del Señor X. Una cosa no debería quitar la otra. Pero estas líneas van de No me llame Ternera, y de si el trabajo de Jordi Évole y Màrius Sánchez es o no es blanqueo. Podemos discutir si las declaraciones del personaje aportan algo nuevo; si alguien como él merece que le prestemos atención; si escucharle ser esquivo, contradecirse o lanzar balones fuera, o decir que siente mucho las muertes de niños en determinados atentados, tiene algún valor. Pero dar voz, ni siquiera a un tipejo de la peor calaña, no significa blanquear nada.