A principios de septiembre de 2018, el excéntrico equipo de Andergraun Films, liderado por el director Albert Serra y la productora y actriz Montse Triola, llega al Alentejo, en el sur de Portugal, para rodar la que será la película más provocadora y procaz del cineasta de Banyoles: Liberté; largometraje que acabaría ganando el prestigioso premio especial del jurado en el Festival de Cannes de 2019. Entre los actores destacan dos viejas glorias del cine europeo: Helmut Berger (te des cuenta del cine de Visconti) e Ingrid Caven (musa de Fassbinder). La película se rodará de noche, en pleno bosque, donde se escenificarán los sádicos encuentros sexuales de un grupo de libertinos del siglo XVIII. Para documentar esta aventura, Albert Serra invitó al poeta Gabriel Ventura a escribir una crónica del rodaje: La nit portuguesa, relato que se adentra en la peculiar manera de treballar,oberta al imprevisto y el azar, de uno de los directores más originales del cine contemporáneo. Publicado por la barcelonesa editorial Contra y a la abanica a partir del miércoles día 30 de junio, os avanzamos en exclusiva un extracto de su primer capítulo.

La llegada

Domingo 2 de septiembre. Acabamos de llegar al aeropuerto de Lisboa después de un vuelo diáfano, azul y soleado. Deben ser una pizca más de las nueve de la mañana, hora lusitana. Ya hemos recogido las maletas junto con el equipo de sonido, que Jordi Ribas ha organizado en cuatro o cinco paquetes rectangulares y alargados, y esperamos la llegada de los miembros de producción local.

Mientras todavía no aparecen —tienen que hacerlo de un momento a otro—, los siete integrantes de la tripulación Andergraun, medio dormidos —Rosa y yo nos hemos levantado en las cuatro y media de la madrugada, el vuelo salía a las siete—, nos distraemos como podemos: el Ario y Christophe miran el móvil; Rosa, Jordi y Artur bromean, sentados en las maletas; en Bayarri consulta el panel de vuelos cerca del mostrador de información. Y yo, como siempre me pasa en los aeropuertos, pienso en las posibilidades infinitas de la vida después de haber llegado sano y salvo a la destinación prevista. Con los años he ido limando de tal manera mi miedo de volar que, a estas alturas, asocio los aeropuertos con la felicidad.

Gabriel Ventura
Gabriel Ventura, autor de La nit portugesa, crónica del rodaje de la película Liberté d'Albert Serra. Foto: Román Yñán

Artur y Rosa se han pasado todo el viaje durmiendo. Es una cosa que no he podido hacer nunca: dormir en los aviones. Aunque lo quiere dure doce horas. Soy incapaz de cerrar los ojos en cualquier artefacto aéreo, terrestre o acuático que se desplace a más de veinte kilómetros por hora, ni siquiera en un tren, mi medio de transporte preferido. No sé por qué, cuando viajo tengo la necesidad imperiosa de registrarlo todo, de estar alerta, como si entre el mundo  y yo se hubiera establecido un pacto de mutua desconfianza. Creo que en el fondo también hay un punto de fascinación y de vértigo, como cuándo miras los Alpes desde la ventanilla del avión. Coger café a dos mil metros de altura por encima del Mont Blanc: ya pueden decir misa, pero a mí no me parecerá nunca una cosa normal. Excitando, inaudita, peculiar, sin embargo... ¿normal? Pas du tout. Hace dos mil años eso sólo lo podían hacer los dioses, y, si somos precisos, los dioses etíopes, que en aquella época eran los únicos que tomaban café.

Como todo el mundo, me he llevado algunos libros para el viaje y la estancia en Portugal: La cartuja de Parma (es la tercera o cuarta vez que lo empiezo); unos diarios de los años setenta del poeta Bernard Nöel; Esculpir en el tiempo, la famosa recopilación de artículos de Andrei Tarkovski. En el avión he estado leyendo el libro del ruso. Sus reflexiones hondas y apasionadas sobre el cine me relajan.

Alfombra de zafiros

Ya volvemos a estar suspendidos en el aire. En Tiago me explica que cada día atraviesa el Ponte 25 de Abril para ir a trabajar en Lisboa. Ida y vuelta. Vivir en el centro de la ciudad se ha vuelto muy caro y, como muchos amigos suyos, ha tenido que mudarse a las afueras. Tiene veintidós años y ha estudiado comunicación audiovisual. Hace dos años que trabaja a Rosa Filmes, la productora de Joaquim Sapinho, a quien conoció en la universidad, cuando el productor y realizador sabugalés era profesor suyo.

Tiago es bajito y serio. Tiene el pelo negro cortado bien corto y tiene una sonrisa honesta y sardónica que parece utilizar a manera de escudo contra inquisiciones indebidas. No se lo ve muy amante de las explicaciones. Va a su aire y no hace preguntas. Como no hablo portugués, ni él castellano, establecemos el inglés como lengua común. Se nota que le gusta utilizarlo, porque se esfuerza en encontrar la palabra justa para cada ocasión. Durante el trayecto hablamos de cine y literatura. Le gustan Apitchatpong y João Pedro Rodrigues. También le gusta conducir. Y jugar a videojuegos, aunque ahora ya no juega tanto como antes, a la época de la universidad. Cuando hace una hora y media que somos en la carretera, el paisaje empieza a cambiar. Tengo la impresión que el carril se ha vuelto más estrecho. O quizás es el contraste con las inmensas llanuras doradas que nos rodean a ambos lados, acompañadas de extensos campos de encinas y olivos. Un sol de justicia somete con tiranía cada palmo del suelo que queda bajo su dominio. A partir de los veinte minutos el paisaje se estabiliza en uno eterno presente, inmóvil y desolado. Carretera de doble sentido. Ningún vehículo a la vista. Miro el termómetro: treinta y cinco grados y subiendo. Cielo azul inmaculado sin nubes: alfombra de zafiros. Hemos entrado en el Alentejo.

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La nit portuguesa nos descubre las interioridades del rodaje del filme Liberté de Albert Serra. Foto: Román Yñán

En Tiago me explica que han tenido muy poco tiempo para encontrar alojamiento para todo el equipo, apenas dos semanas. "Hemos tenido que hacer malabarismos", dice. "Piensa que somos casi cincuenta, entre portugueses, franceses y catalanes. Muchos hoteles estaban llenos, aquí todavía es temporada. Por eso no os hemos podido acomodar a todos en el mismo sitio". Me informa de que nos dividiremos en cuatro grupos. El equipo de producción portugués, por cuestiones logísticas, se queda en un piso de Amareleja. Los catalanes estaremos en Herdade da Negrita, una casa rural cerca de Santo Aleixo da Restauração, a unos cuarenta minutos del siete de rodaje. Los franceses, a su vez, se dividirán en dos grupos, unos en una casa rural y los otros en el hotel Betica, en Pias. Entre nuestra fonda y el hotel Betica hay casi una hora en coche. Es evidente que eso complicará las cosas, pero parece que no han podido encontrar ninguna otra solución.

Calor y trampas

Todavía recuerdo que, a principios de verano, en Cadaqués, Albert Serra me había comentado que, de acuerdo con el plan original, Liberté se tenía que rodar en la Provenza francesa. Decidieron cambiar la localización al último momento, en pleno mes de agosto, pocas semanas antes del rodaje. ¿La razón? Se necesitaba un lugar donde hiciera mucho calor durante la noche. En septiembre, en el sur de Francia, cuando cae el sol ya empieza a refrescar. Joaquim Sapinho, sin dudarlo, propuso el Alentejo, una de las zonas más cálidas de Portugal y de Europa, con temperaturas que pueden llegar a superar los cuarenta y cinco grados centígrados. "Entonces buscamos cuál era el pueblo más caluroso de la región y tropezamos con Amareleja. Al día siguiente Joaquim ya estaba hablando con el alcalde, intentando convencerlo para que nos cedieran la licencia para rodar allí. Tuvimos que hacer algunas trampas", continúa. "La gente de esta región es muy conservadora. Muchos todavía son católicos. No les podíamos explicar toda la verdad: que venimos a filmar una película sobre libertinaje, que habrá escenas violentas, gente desnuda... Pensamos que quizás se negarían. Así pues, dijimos que se trataba de una película de época ambientada al siglo xviii, sin entrar en más detalles, y les pareció bien".

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Escena de Liberté de Albert Serra. Foto: Román Yñán

¿"La película pasa en un descampado, como a la obra de teatro, no?", le pregunto. "Sí. Rodaremos en una zona boscosa, a unos quince minutos de Amareleja. Así, en teoría, los del pueblo no podrán venir a curiosear...". Albert Serra, como siempre, no nos ha dado ninguna instrucción. A duras penas sabemos dónde vamos. Artur, Rosa y Ariadna todavía duermen en los asientos de atrás. Treinta y seis grados. Carretera infinita y recta. En Tiago conduce rápido, pero tengo la sensación de no moverme. En cualquier caso, si de verdad avanzamos en alguna dirección, parece ser más un final que un principio. El horizonte tiembla como si alguien hubiera lanzado una piedra en una balsa de aceite. El impacto del calor al bajar del coche ha sido feroz, como un cambio de piel o el derrumbe del cuerpo. A diferencia del bochorno mediterráneo, que calma e invita a la reflexión —o a una forma de olvido que a veces se acerca a la felicidad—, este calor sitúa el cuerpo y los sentidos en una zona de peligro.

Un solapamiento de tiempo

Ahora mismo estoy solo, sentado en un banco de madera en el primer piso de Casa do Povo, el antiguo teatro de Amareleja, en el corazóndel Alentejo, a menos de treinta kilómetros de la frontera española. Se trata de una sala alta y rectangular con pavimento de parquet —bastante nuevo en comparación con el resto del edificio— y un escenario de madera en el fondo, también reciente, en el cual se accede a través de dos puertas laterales. Al contrario de las ventanas, cerradas con paneles grises, las dos grandes puertas del balcón están abiertas de par en par. La luz agujerea el vacío|hueco con todo el esplendor del mediodía, que se esparce uniformemente por el parquet artificioso y feo. Las ventanas están flanqueadas por unas cortinas polvorientas de color amarillo marchito.

El único mobiliario que destaca son un par de mesas —una cuadrada y la otra redonda— y una serie de bancos de madera alineados contra las paredes de la sala, idénticos a lo que me sostiene. En las paredes cuelgan algunas fotografías antiguas, en blanco y negro, la mayoría torcidas y dispuestas a troche y moche, o con un orden definitivamente errático y zigzagueante. Casi todas son estampas rurales: un pastor que vigila un rebaño de ovejas con sombrero de ala corta y una especie de saco de fieltro en el pecho; un carro con una gran bala de paja arrastrada por dos caballos; tres hombres contemplando el culo de un burro, de espalda al fotógrafo, petrificados en un éxtasis ridículo —éxtasis que probablemente nunca llegaron a oír, pero que la fuerza de la fotografía, surgida del choque entre la ratificación del pasado y la banalidad del presente, ahora convierte en estúpidamente perenne.

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Sexo, violencia y libertinaje en las noches portuguesas de Albert Serra. Foto: Román Yñán

En el piso de abajo todo es bullicio: están descargando los palanquines —todo el mundo se refiere con el término inglés sedán chairs- que Sebastian Vogler diseñó para la Volksbühne. Les han hecho llevar expresamente de Berlín. Tendrán que pasar por algunas reparaciones, porque las condiciones del rodaje serán muy diferentes de las de la obra de teatro. Durante el viaje, Artur Tort, el director de fotografía, me ha dicho que no tienen previsto rodar ninguna escena en interiores. Un cambio radical con respecto a la última película de Albert Serra, La muerte de Luis XIV, filmada casi íntegramente en una sola habitación. Cuando hemos llegado ya había los carpinteros preparando las herramientas. El vestuario de Rosa, también diseñado expresamente para la pieza dramática, descansa en el fondo del escenario, cubierto de plásticos e impolutamente arreglado a las perchas. Como las sedán chairs, llegó ayer de Berlín. Pero no todo el vestuario es alquilado a la Volksbühne (una vez representada la obra, el material pasa a formar parte del fondo del teatro); hace un par de semanas Rosa y Serra hicieron un viaje exprés a París para acabar de completar el guardarropa.

Montse Triola, Sanxini, Serra y Laura Poulvet nos han recibido en la planta baja mientras los transportistas desembalaban las sedán chairs. Ellos ya hace una semana que están aquí. Estos días han estado estudiando localizaciones, comprando atrezo en los mercados locales y limpiando a Casa do Povo, que el Ayuntamiento de Amareleja ha cedido porque convertimos en nuestro centro de operaciones. En Sanxini me ha explicado que cuando llegaron tuvieron que fregar el balcón de plumas, pájaros muertos y excrementos. Todavía se ve bastante sucio. Me levanto para mirar de más cerca las fotografías. Pronto todo eso también será bullicio. Continúo sol. En eñ otro lado, un campesino con la azada en la mano me interroga fijamente. Pienso en nuestra vida y en la suya, tan diferentes, tan absolutamente alejadas. Hemos venido a buscar el siglo XVIII a los confines de Europa: un solapamiento de tiempo. El tiempo del campesino se vuelve borroso. El nuestro justo empieza a perfilarse en unos gestos y un espacio en los cuales todavía no sé como encajar.