Ahora que no habrá fútbol, tú y yo podremos volver a aburrirnos a nuestra manera. Mirando por la ventana y espiando qué cenan hoy los vecinos. Y ya no hará falta que me queje, cargando las sílabas de ese desprecio cuando vuelva a preguntar:
—¿Otro partido? ¿No jugaron hace dos días?
Un desierto de horror en medio de un oasis de aburrimiento
Y podremos ir al cine a ver películas infames que recomendaremos a los amigos, y podremos ir al teatro y, al salir, criticaremos a los actores, que es el entretenimiento que más nos gusta. Y ya no estaremos pendientes de los horarios, ni tendrás que inventarte excusas en el trabajo, ni enfermedades de familiares que enterraste hace años para llegar justo al pitido inicial. No te escucharé maldecir tras la puerta, ni intentarás —inútilmente— explicarme la diferencia entre la liga y la copa, ni qué es el fuera de juego, ni cuántos puntos hay en juego en cada partido. Ahora todo eso ya no nos importará porque viviremos la excepcionalidad de la nada. Un desierto de horror en medio de un oasis de aburrimiento. Cierro los ojos y de la angustia existencial se me eriza la piel. Nos contemplo sentados en el sofá con la luz tenue del recibidor, mirando reels de Instagram sin hablarnos.
—¿Qué haces?
—Pienso.
—¿En qué piensas?
—En cosas.
—¿Qué cosas?
Y me encogeré de hombros. Volver a la vida mediocre de quienes no desean, de quienes son más libres, de quienes no sufren por si una esfera cruza una línea blanca, ni escuchan las declaraciones de analfabetos millonarios que siempre repiten los mismos tópicos. No me mires con esa condescendencia. Como si la gente de la cultura no repitiera también siempre la misma estrofa fingiendo que la melodía es diferente. Respiraré con orgullo la superioridad moral de quienes no nos interesa ningún deporte, y como pasaremos más tiempo juntos, llegaremos a la sana conclusión de que ni yo soy tan interesante, ni tú vales tanto la pena, y que dejarnos, si lo hacemos con cierta dignidad, es un acto ridículo, pero de gente adulta. Se lo contaremos a los amigos y conocidos, quizás incluso al terapeuta, y nos bloquearemos en las redes, hablaremos mal el uno del otro como si fuéramos actores, y cuando empiece otra vez la pretemporada me vendrá esa punzada de nostalgia que se cuela por la ropa y te agarra las vísceras y me diré: no le digas nada, no le digas nada, y te escribiré, claro, y te preguntaré: ¿Quién va ganando? Y tú sonreirás, porque tener la certeza de que depender de ti es una responsabilidad tóxica que engancha. Y me responderás, torpe, el mensaje.
—¿Qué haces?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada.
Y si en ese lapso de tiempo no conocemos a nadie que nos distraiga, volveremos a vernos para aburrirnos, porque en esto de desearse a nuestra manera no hay rival pequeño, los partidos hay que jugarlos y, hasta que no pita el árbitro, todo es posible.