El verano de 1968, mientras en Nevada el ejército de los Estados Unidos detonaba la bomba atómica Diana Moon a cien metros bajo tierra como aparte de un estudio militar, The Paris Review sacaba en venta un nuevo número, el 41, esta vez con un protagonista muy especial. Se,manas antes, Ted Berrigan se presentaba en casa de Jack Kerouac, en Lowell, Massachusetts, con la intención de entrevistarlo para la prestigiosa publicación. Lo acompañaban los poetas Aram Saroyan y Duncan McNaughton. Habían hablado por teléfono con el escritor, que había dado su visto bueno a la conversación. Cuando llamaron a la puerta, abrió él, pero rápidamente apareció por detrás su mujer, Stella Sampas. Un poco más y los echa de allí en hostias.

En aquel momento, Jack Kerouac tenía cuarenta-largos y ya era uno de los novelistas con más fama del país. La bandera beatnik, el ídolo de una nueva generación. Cada pocas semanas aparecían por la finca grupos de jóvenes que, cegados por el mito, acampaban en las habitaciones, lo invitaban a beber y no lo dejaban trabajar. Stella intentaba impedirlo —por eso su reacción—, pero a veces resultaba imposible. Todavía más si él no ponía de su parte. El hombre que firmó On the road, En la carretera en su versión en castellano, no estaba cómodo encima de aquella ola salvaje de popularidad. Pero tampoco sabía frenar sus impulsos. Poco después, en los 47, moriría víctima de una hemorragia interna, masacrado por sus excesos con el alcohol.

Aquel día, a pesar de todo, Berrigan pudo reconducir la situación. Su misión era clara y concreta. Más allá de su vida, sus viajes y sus amistades, que muchos americanos ya conocían de memoria, quería saber de qué estaba hecho el genio. Cómo escribía, qué clase de combustible lo atravesaba por dentro. Stella entendió que se trataba de un encuentro profesional y los dejó pasar. A partir de entonces, el tornado de Kerouac se soltó. Como una columna de aire, levantando sillas y muebles a su paso. "La más sorprendente era su voz, mágica, idéntica a la de sus libros, capaz de las inflexiones más fabulosas y desconcertantes en un abrir y cerrar de ojos", escribió Berrigan. "Lo dirigía todo, incluida esta entrevista". Hoy lo celebramos en el centenario de su nacimiento.

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Jack Kerouac, el centenario rey de los beatniks

Poco a poco

"Te aseguro que pasé toda mi juventud escribiendo poco a poco, haciendo revisiones constantes y retoques interminables, suprimiendo cosas aquí y allí, de manera que escribía una frase al día y aquella frase carecía de sentimiento. Qué mierda, si lo que a mí me gusta del arte es el sentimiento, no el artificio que esconde los sentimientos", confesó en un momento dado al autor a los entrevistadores, como si aquellas molestias hubieran marcado el surgimiento de su estilo, a la larga inconfundible. Admirador de los libros de Thomas Wolfe, Kerouac identificó lo que decían Goethe o Dostoievski, que el futuro de la literatura en Occidente sólo podía pasar por la confesión. Y se tiró de cabeza. Harto de que aquello que le salía de las entrañas, a pesar de ser estético, no quedara reflejado en el folio tal como lo sentía, optó por cambiar radicalmente de dirección.

Kerouac identificó que el futuro de la literatura en Occidente sólo podía pasar por la confesión

Cuando se lanzó a la carretera, cuando conoció a Neal Cassady, Allen Ginsberg, Herbert Huncke o William S. Burroughs, cuando se dedicó a recorrer alocadamente por las geografías de México y los Estados Unidos, Kerouac ya había entendido que la escritura no tenía que ser nada más que una herramienta para transcribir el pensamiento. Hizo un pacto con él mismo: las palabras nunca pesarían lo suficiente para aplastar las emociones. Por eso el famoso rollo de más de 30 metros que utilizó para parir de una sola tirada el manuscrito que lo acabaría haciendo famoso. On the road es una ocurrencia estirada como un chiclé. Una ocurrencia con forma de novela, con argumento, paisajes y personajes, pero una sola pensada, cruda e ininterrumpida, desplegada sobre la marcha, al fin y al cabo.

A velocidad endemoniada

"No revisar lo que has escrito es una forma de permitir al lector que aprecie cómo funciona tu cabeza durante el proceso de escritura: confiesas tus pensamientos sobre lo que ha pasado de una manera personal e intransferible", sostenía el escritor, que también se caracterizaba por trabajar a una velocidad endemoniada. La misma On the road fue mecanografiada en sólo tres semanas. ¿La fórmula mágica? Anfetaminas, tabaco, café, sopas de guisante y cero complejois. Para dar forma en The Subterraneans (Los subterráneos) en cambio, sólo necesitó tres días y tres noches. "Fue toda una proeza atlética y mental, me tendrías que haber visto al acabar", le dijo a Berrigan. "Estaba pálido como un sudario, había perdido seis kilos y no me reconocía en el espejo. (...) En realidad, odio escribir".

On the road fue mecanografiada en sólo tres semanas. ¿La fórmula mágica? Anfetaminas, tabaco, café, sopas de guisante y cero complejos

Gran entendido musical, Kerouac se inspiraba en los saxofonistas del jazz cuando se plantaba delante de la máquina. De la misma manera que aquellos hombres negros con las manos enormes y delicadas cogían aire y soplaban una melodía hasta que se quedaban sin aliento, él no cerraba una oración hasta que el cerebro no le pedía un descanso para respirar. "Así es cómo yo separo las frases, son pausas respiratorias de la mente". Una estrategia que lo consumía físicamente, pero que valía la pena. Poniéndola en práctica, conseguía una fluidez en la prosa que hacía que los textos parecieran gotas de sangre deslizándole por el brazo.

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Jack Kerouac, un rollo de escritor que tecleaba con el ritmo de un saxofonista de jazz

Cerrado en el lavabo

Después de acabar muy decepcionado con el proceso de edición de la primera novela, la más conocida, Kerouac ya no permitió que ningún editor pusiera nunca más un dedo sobre sus líneas. Tenía un motivo para hacerlo. Tenía que proteger su espontaneidad. Seguir modelándola en su aire. En October in the Railroad Earth priorizó un estilo más experimental. En Tristessa giró hacia el misticismo. Todo el contenido de Satori in Paris lo escribió con una copa de güisqui en la mano. Y en Book of Dreams se adentró en el mundo de los sueños, tomando nota desde la cama de las visiones que tenía mientras dormía.

Después de acabar muy decepcionado con el proceso de edición de la primera novela, Kerouac ya no permitió que ningún editor pusiera nunca más un dedo sobre sus líneas

Cogió la costumbre de encender una vela cada vez que empezaba un relato. Como si, aparte de la inspiración, tuviera que convocar alguna cosa más. La escenografía era importante. Tanto, que se colaba en sus páginas. Malcolm Cowley le señaló en una ocasión que a Doctor Sax se hacía referencia constantemente en la orina. Normal: lo había escrito cerrado al lavabo, mientras viajaba, porque era el único lugar donde se podía aislar de los otros huéspedes del apartamento. También, si era necesario, acudía a ciertas sustancias para encontrar el tono. "El poema 230 de Mexico City Blues lo escribí completamente bajo el efecto de la morfina. Entre cada verso de aquel poema pasó una hora... del colocón que llevaba encima".

Libre como un pájaro

Curiosamente, el Kerouac poeta estaba hecho de la misma pasta que el novelista. En general, las estrofas se configuraban igual de rápido, como si se le escaparan de las manos. También lo afectaban las mismas manías: la medida de la página de la libreta determinaba la forma y la longitud del poema, de la misma manera que los músicos que admiraba improvisaban pero ateniéndose a un cierto número de compases, para clavar el final de la secuencia de la vuelta. Todo era caótico, todo estaba controlado. Si había alguna vez que se atrevía a apartarse del ritual, era cuando preparaba haikus. En este caso, la mente tenía que seguir vagando sin restricciones, pero hacían falta control y precisión para hacerla bajar al suelo en el momento adecuado. Es maravilloso que Kerouac, el narrador que tecleaba como quien hunde con el pie el acelerador, también fuera capaz de escribir cosas como esta:

Borracho como un búho

escribo cartas

en la tormenta eléctrica

Berrigan, Saroyan y McNaughton sabían a quién tenían delante. Quizás por eso, cuando salieron de aquella casa, debieron hacerlo con la serenidad de quien confirma una teoría muchas veces planteada. El rey de los beatniks, en efecto, era capaz de todo. ¡"Que bien que me lo he pasado, chaval! He recorrido todo el país libre como un pájaro"!.