No la necesitabais, pero aquí la tenéis: una crítica de la cuarta temporada de Por 13 razones, aquella serie que lo rompió cuando se estrenó el año 2017 y que, como era de esperar, se ha desinflado progresivamente hasta convertirse en un globo sucio, roñoso y abandonado justo en medio del asfalto. La primera temporada, polémica y transgresora por su tratamiento del suicidio juvenil, estaba lo bastante bien. La segunda no tanto, la tercera menos y la cuarta solo funcionaría como parodia de sí misma. No lo tendría que haber hecho pero he visto los diez capítulos que la conforman, así que aquí os explico por qué no tenéis que cometer el mismo error que yo. En formato lista, que entra mejor, porque sé que no queréis perder más de diez minutos leyendo.

1. Porque su protagonista, Clay Jensen (Jay Asher), tiene la misma capacidad de raciocinio que un pepino. Hablemos de ello. En las primeras tres temporadas, la figura principal de la serie hace gala de un comportamiento errático, convirtiéndose en un cobarde o un héroe en función de premisas determinadas por sus ganas de llamar la atención, de salvar el mundo (o al menos el instituto) o de copular. Si esta manera de hacer ya despertaba más suspicacias que pasiones, en la cuarta temporada la actitud del bueno de Clay solo se puede calificar de insoportable.

Los guionistas han pretendido crear un personaje atormentado por el gran secreto, pero lo cierto es que lo único que han conseguido es recrear a la perfección cómo se comportaría un niño de tres años si le cerraras en un instituto y le rodearas de personas casi tan cortas como él. ¿Visito la universidad? Me detienen. ¿Voy de acampada? Me caigo en una cueva. ¿Voy a una fiesta? Acabo a hostias. ¿Cojo el coche? Me estampo. ¿Hay un tiroteo? Salgo al pasillo. La capacidad de salir a la foto de Clay Jensen es ridícula y la excusa que nos intentan vender para justificar su comportamiento –ayudar a sus amigos– todavía lo es más. Estos, en un mundo un poco realista, cogerían al protagonista por los hombros y le pedirían que, por favor, se limitara a hacer los deberes y a no llamar la atención. Pero no lo hacen. No lo hacen porque a la cuarta temporada tienen menos profundidad que la piscina donde mi yaya hace aquagym.

2. Porque los personajes han quedado completamente desdibujados. Podían caer mejor o peor, pero a lo largo de las tres primeras temporadas la mayoría de figuras de la serie se habían trabajado un background que justificaba sus acciones. Todo eso se va al garete en la cuarta, cuando estos empiezan a comportarse como si hubieran sufrido una trombosis cerebral. El clásico buenazo se lesiona y tiene que dejar el fútbol americano, lo que provoca que pierda el norte y se comporte como un fanfarrón de manual. De acuerdo, podía pasar. Ahora bien, de ahí a convertirse en una especie de mafioso de diecisiete años que contrata a scorts de lujo, esnifa cocaína y destroza despachos con un bate, hay un paso. Un paso que los guionistas han querido resolver con un par de capítulos.

3. La interpretación de Christian Navarro. La misma cara de estupefacción cuando un nazi le está propinando una paliza que cuando le conceden una beca. Permanente sorprendido, permanentemente enfadado. Si no os lo creéis, buscad a Tony Padilla en el Google Imágenes.

4. El personaje de Ani Achola. No hace falta decir nada más.

5. Los fantasmas. Los dos personajes que la palmaron a la tercera temporada eran malos, malnacidos y perdonavidas. De acuerdo, lo pillamos. Que se manifiesten en forma de fantasma –o de recuerdo, o de alucinación– no aporta absolutamente nada. Que expulsen cucarachas por la nariz y la boca por algún motivo que ni los guionistas saben explicar, todavía menos.

6. La drogadicción de Justin Foley. Si 13 razones fuera el UNO, la heroína sería la carta +4 de los guionistas. Cuando no saben qué hacer, la tiran y si no te gusta es tu problema. Total, un yonqui es un yonqui, deben pensar.

7. Winston Williams, también conocido como Sherlock Holmes. Un grupo de adolescentes pretenciosos han incriminado a tu novio para enviarlo a la prisión y salvarse el culo, pero por suerte puedes demostrar que tiene una coartada porque estaba contigo cuándo sucedieron los hechos. ¿Qué haces?

a) Me dirijo a la policía para mostrar las evidencias y evitar que mi pareja sea condenada injustamente.

b) Dejo que el novio acabe entre rejas –donde se lo cargan– y entonces busco justicia persiguiendo al grupo de adolescentes y enamorándome de uno de ellos durante aproximadamente 45 minutos.

8. La grotesca trama del control parental. Los adolescentes de la serie se matan y se violan entre ellos, se drogan, se emborrachan y coquetean con las armas cada dos por tres. Básicamente se saltan todas las leyes escritas a la Constitución de los EE.UU. y no tienen miedo a liarla cada vez más. Pese a ello, tienen que regresar a casa antes de que anochezca porque los padres no se enfaden.

Resulta ridículo comprobar cómo los mismos protagonistas que se ríen de las fuerzas del orden tienen una especie de respeto reverencial hacia sus progenitores. Sobre todo teniendo en cuenta que muchos de ellos están encarnados por actores que se acercan a la treintena y que están más cuadrados que el cubo de Rubik. De verdad, afeitarlos no hará que parezcan más jóvenes.

9. Mucho ruido y pocas nueces. El problema principal de la cuarta temporada, sin embargo, es que pierde el rumbo por su propia necesidad de abordar todas las problemáticas de la sociedad norteamericana. En cada capítulo se intentan tratar temas como el acoso, el consumo de drogas, el racismo policial o los tiroteos escolares, pero todos ellos, por la necesidad autoimpuesta de dar paso al siguiente, acaban resultando efímeros, resolviéndose con prisas y de manera poco trabajada. El ejemplo más claro es el episodio dedicado al tiroteo del instituto: cuando la serie por fin consigue crear un poco de tensión, todo se desinfla en cuestión de minutos sin motivo aparente.

10. Final soporífero. Haces el esfuerzo de llegar hasta el capítulo número 10 y la serie te lo recompensa con un epílogo aburridísimo. Este se divide en una primera parte que pretende ser lacrimógena (pero que solo es aburrida) y una segunda insulsa. Lo mejor que se puede decir es que al menos sirve para poner punto y final en una producción que tendría que haberse terminado antes.