El Libro de las revelaciones o del Apocalipsis, atribuido al apóstol Juan, el Evangelista, empieza y acaba con una carta. Entremedias, el opúsculo se divide en dos partes. La primera se refiere a la situación presente de las comunidades cristianas en Asia; la segunda, a una persecución insidiosa y sangrienta, que estaba a punto de empezar. Las dos partes se proponen mantener la fidelidad de los creyentes, anunciándoles el desenlace último de aquella historia, la batalla de Armagedón, el lugar donde todo tenía que acabar. Desde entonces, la palabra apocalipsis se emplea para designar una catástrofe de dimensiones colosales y trágicas.

Si ustedes leen los diarios de Madrid, pero también algunos de Barcelona, del día siguiente del nombramiento de los nuevos consejeros de la Generalitat de Catalunya, parece que estemos ante el boom de la literatura apocalíptica, aquella que se caracteriza por el gusto profético, por describir el futuro con trazo grueso. El mensaje de los profetas unionistas consiste en describir el momento presente para que la comunidad clarifique su situación y así determinar si se está dispuesto a resistir el tirón. También es verdad que esta es una interpretación sesgada de la intencionalidad del libro de san Juan Evangelista, puesto que en realidad su intención era fortalecer la fe y mantener la esperanza en tiempo de persecución.

Intentar presentar las incorporaciones al Govern como la infiltración de los ayatolás en la pacífica Catalunya es, sencillamente, una imbecilidad que sobrepasa los límites de una política madura

La salida del Govern de Neus Munté, Jordi Jané, Meritxell Ruiz y Joan Vidal de Ciurana se ha interpretado utilizando los ribetes negativos que son propios de la palabra que sirve para anunciar el fin del mundo. El apocalipsis no es exactamente eso. El anglicanismo, en cambio, considera que las Revelaciones tienen que ser vistas como un libro de esperanza y también como un libro de advertencia, de reflexión sobre qué puede pasar en el futuro. Intentar presentar la incorporación al Govern de Clara Ponsatí, Jordi Turull, Joaquim Forn y Víctor Cullell como la infiltración de los ayatolás en la pacífica Catalunya es, sencillamente, una imbecilidad que sobrepasa los límites de una política madura. Sería tanto como decir que Jaume Collboni es el “demonio domesticado” del nuevo pesebre municipal de Ada Colau para recuperar a otro fracasado de la sección civil de los GAL.

Todas las democracias se carcomen por la propagación de todo tipo de mentiras y por la persecución de los disidentes. Algunos diarios unionistas se han convertido en los impulsores de un estado de excepción mental con la intención de llegar a lo alto del har, la montaña donde habrá que resolver el conflicto con el soberanismo. No ayudan a encontrar vías de negociación. Al contrario, le hacen el trabajo sucio al Estado, apuntándose incluso a la delación gratuita. Desde que Mariano Rajoy y los tribunales han optado por amenazar con la ruina patrimonial a los políticos que no les gustan, imitando lo que hacía Berlusconi contra los opositores de izquierda, El Periódico se ha sumado a la fiesta de la delación con el entusiasmo propio de la policía judía del gueto de Varsovia. Ha esparcido urbi et orbi, con buscador de nombres incluido, el patrimonio de consejeros y altos cargos. Sin embargo, no era necesario recurrir a este espectáculo, dado que el portal de la transparencia de la Generalitat ya proporciona esa información. La estupidez es tan exagerada y la pereza de los periodistas cómplices tan manifiesta, que cuando han “revelado” el patrimonio de las nuevas incorporaciones, no han podido publicar ningún dato sobre Clara Ponsatí, puesto que en el portal gubernamental todavía no consta nada, lógicamente.

Se equivocará quien piense que la última crisis gubernamental es la historia de unos cobardes que se van y son sustituidos por unos valientes que quieren convertirse en mártires en la batalla de Armagedón

La estrategia del miedo es la estrategia del PP. Pero se equivocará quien piense que la última crisis gubernamental es la historia de unos cobardes que se van y son sustituidos por unos valientes que quieren convertirse en mártires en la batalla del Armagedón. Esta ha sido una crisis gubernamental provocada por la falta de sintonía entre el president Carles Puigdemont y el PDeCAT. El tiempo dirá de quién ha sido culpa para que eso haya pasado, pero este nuevo Govern, por lo menos en cuanto a los demócratas, es la síntesis de las tres voluntades que hasta día de hoy ha actuado mal coordinadas: Puigdemont, Mas y Pascal. Turull y Forn son políticos cercanos a Mas, del mismo modo que también lo son —o lo eran, ya se verá— Neus Munté y Jordi Baiget. Por lo tanto, el cambio no se puede interpretar bajo el prisma de que ha habido ganadores y perdedores.

No sé en qué capítulo de la serie Blacklist, el protagonista, Raymond Reddington, un criminal que ayuda al FBI a cazar a otros criminales por el propio interés, le dice a la agente Elizabeth Keen, la chica por la que Reddington se ha involucrado en ese asunto, que en situaciones como las que ellos tienen que afrontar los bandos no existen, sólo hay actores. Individuos que deambulan por el escenario y unas veces están aquí y otras allá. Podríamos aplicar el mismo argumento a la política democrática. Los actores entran y salen de la escena política según el momento. Piensen en el caso de Jordi Turull. Un año atrás perdió ante Pascal en el congreso constituyente del PDeCAT y quedó relegado a la presidencia del grupo parlamentario de Junts pel Sí. A la gente de su entorno le pareció que aquello era el fin del mundo, el apocalipsis. Y ya ven ustedes que no ha sido así. Turull reloaded, por decirlo de alguna forma, como pasa con las buenas películas.

El libro del Apocalipsis va del día siguiente, ciertamente. Pero quien ose predecir el futuro interpretando mal el presente, seguro que se cae por el precipicio. En especial si el único cálculo es partidista. Ningún partido podrá rentabilizar el fracaso o la derrota en la convocatoria del referéndum del 1-O. Si no se convoca, después de los cambios de caras nadie podrá acusar de tibieza al PDeCAT. Y si se pierde, game over. No se salvará ni el apuntador. La ira divina, expresada en forma de desencanto y retraimiento popular, entonces sí que será colosal. Si las tinieblas apagan la luz de la esperanza, ni Dios salvará a los partidos, aunque alguien ahora aún lo crea.