Ya casi no lo recordamos, pero hace sólo tres años empezó a hablarse de una aceleración en la transformación del modelo productivo como consecuencia de los cambios inducidos por la pandemia en los ámbitos tecnológico, económico y social. En el caso de nuestra economía, la debacle del turismo, paralizado junto con los desplazamientos físicos, se leyó como una ventana de oportunidad para avanzar hacia una nueva economía del visitante más centrada en la calidad que en la cantidad. Por otro lado, la fragilidad de unas cadenas de suministro demasiado dependientes de regiones lejanas y no siempre fiables dio a paso a conceptos como el “re-shoring” (o re-localización de actividades manufactureras previamente deslocalizadas), el “friend-shoring” (re-localización a países “amigos”) o la autonomía estratégica (evitar la dependencia excesiva de regiones extra-europeas en determinadas actividades industriales consideradas estratégicas). La intervención de los estados en las economías afectadas por la pandemia también se leyó como el anuncio de una nueva oscilación del péndulo hacia lo público en el eterno dilema entre estados y mercados. Finalmente, la consolidación de un nuevo mundo cada vez más multipolar ponía en cuestión las reglas aceptadas del comercio mundial, bajo la supervisión de organismos multilaterales.

Los límites del turismo, la perspectiva de retorno de la manufactura y el reforzamiento de la política industrial en un nuevo contexto económico mundial con mayor protagonismo de los estados, ejemplificado por el esperado impulso de los fondos europeos del NGEU, parecían anunciar el alba de un nuevo patrón productivo de nuevo cuño. Sin embargo, con el asentamiento de la recuperación hacia 2023 se impone un nuevo relato, que advierte de la persistente dificultad para convergir en renta per cápita con Europa, constata el débil crecimiento de la productividad y el hasta ahora escaso impacto de los fondos europeos en la inversión productiva, lamenta la persistencia de bolsas crecientes de pobreza —también laboral— y certifica el retorno del turismo de masas a niveles de antaño. Los datos conocidos recientemente sobre la tracción que ejercen los sectores menos intensivos en tecnología y conocimiento sobre la inmigración no europea es el último capítulo de una nueva serie argumental en la que la idea de una transformación en profundidad del modelo productivo parece alejarse como un espejismo.

“Eppur, si muove” (y, sin embargo, se mueve, que dicen que dijo Galileo). En realidad, la transformación del modelo productivo es un proceso de largo plazo que se inicia con anterioridad a la pandemia, y continuará en el período posterior. El problema es que convive con las fuertes inercias de un patrón económico asentado en antiguas pero sólidas ventajas comparativas, y que no desaparecerá de la noche al día, si no que evolucionará al compás de las nuevas fuerzas que modelan los cambios tendenciales en el conjunto de la economía. Primer cambio estructural: la desaparición del déficit por cuenta corriente en los últimos años, incluso cuando el ciclo repunta al alza, y como consecuencia la reducción persistente de la deuda externa. Es un fenómeno nuevo y disruptivo, que rompe con décadas de historia económica en las que el sector exterior era el tradicional cuello de botella que ahogaba el crecimiento. Actualmente, el sector exterior es el principal motor del crecimiento y es remarcable que detrás de ese tirón no haya solamente el turismo, sino que ganen peso sistemáticamente los servicios no turísticos (ingeniería, consultoría, programación informática, etc.), al tiempo que cambia la composición de las manufacturas exportables, con una presencia cada vez mayor de bienes con un elevado tecnológico.

Segundo cambio estructural: el notable aumento de la ocupación en segmentos de actividad intensivos en conocimiento y tecnología, encabezados por la informática y las comunicaciones; los servicios profesionales, técnicos y científicos; la sanidad y la educación, y también las manufacturas más avanzadas. De hecho, el peso en el PIB español de los servicios más tradicionales (comercio, transporte y hostelería) prácticamente no ha variado entre los años 2000 y 2019 (21,6% y 21,5%, respectivamente), contrariamente a la creencia acríticamente aceptada de un peso creciente del comercio y del turismo. En cambio, la suma de actividades de servicios más avanzados, como los servicios profesionales y administrativos; la información y las comunicaciones; la sanidad y la educación, han pasado en conjunto de representar el 24,3% al 28,2% en igual período. La industria ha perdido peso relativo, pero ha aumentado su productividad (VAB por hora trabajada) casi un 40% acumulado en términos reales entre 2000 y 2019 (frente a un 17% del conjunto de la economía en igual período).

Tercer y decisivo cambio estructural: la disminución de la conflictividad laboral, endémica en la economía española durante décadas, y la consolidación de una cultura del diálogo y del pacto entre los agentes sociales –con o sin la participación del gobierno de turno– que ha favorecido un mayor acompasamiento de las demandas de las partes social y empresarial a las circunstancias de la producción y a la necesidad de preservar la competitividad. Es este profundo cambio social y cultural el que explica tanto el excelente desempeño del sector exterior, como la creación sostenible de ocupación en nuevos ámbitos de actividad cada vez más intensivos en conocimiento, competencias profesionales y tecnología.

Debe reconocerse que la pandemia no ha servido especialmente para acelerar la aparición de una nueva economía. Era iluso pensarlo. En cambio, si alzamos la mirada, reconoceremos que las fuerzas que impulsan una transformación profunda de los patrones económicos y sociales vienen de antes y continuarán actuando. Quizá en algún momento la acumulación de cambios graduales llevará a un punto crítico en el que se acelerarán los procesos de cambio disruptivo. Y como en todo alumbramiento, durante la transición los temores alternarán con las esperanzas. Aspiraremos a acelerar el crecimiento de la productividad derivado de la aplicación de la inteligencia artificial, y al mismo tiempo temeremos sus efectos sobre el empleo. Reconoceremos la necesidad de rejuvenecer las envejecidas sociedades occidentales, y deberemos afrontar y gestionar las dificultades de integración de la inmigración no occidental. Exigiremos consolidar el estado del bienestar, al tiempo que buscamos reconducir unos niveles de deuda pública en máximos históricos. Buscaremos conseguir mayores cotas de soberanía económica y de autonomía estratégica, pero habremos de lidiar con los elevados costes que implica desacoplar economías que han alcanzado ya un alto grado de integración. Last but not least, nos debatiremos entre la necesidad de aumentar la prosperidad y distribuirla más equitativamente, y la insostenibilidad de un modelo de crecimiento que no alcance a internalizar plenamente los costes ambientales. Como definió un célebre teórico italiano desde la cárcel, las crisis consisten en que lo viejo no termina de morir, y lo nuevo no termina de nacer. En esos períodos históricos la confusión aumenta, crece la inquietud y aparecen más preguntas que respuestas. Son tiempos en los que la creatividad y la resiliencia humanas se ponen a prueba. Históricamente, siempre las han acabado superando.