La adquisición de conocimientos profesionales prácticos en la fase de conclusión de los estudios académicos y la sucesiva plena incorporación al trabajo son decisivas tanto para el logro de un empleo de calidad entre los jóvenes como para la realización de un trabajo productivo acorde con las actuales demandas de las empresas. La transición entre la formación profesional o universitaria y la integración en la vida laboral cada vez resulta más compleja, incluso con riesgo de que se tarde mucho en encontrar trabajo, se sufra un peregrinaje por diversos trabajos precarios que no permiten una carrera profesional satisfactoria, o se pierda el empleo tras una primera experiencia laboral fallida. El resultado son las tradicionales más altas tasas de desempleo entre los jóvenes.

Por muy bien que funcione la formación académica, ésta no puede proporcionar las competencias que se adquieren directamente con la experiencia en las empresas y, en particular, con las prácticas o formación en las empresas. Dos formas básicas se contemplan para la adquisición de las habilidades necesarias a estos efectos. De un lado, están las prácticas en las empresas a través de lo que, en términos amplios, se denominan “becarios”, que no tienen la condición de trabajadores y no se les aplica la legislación laboral, al no tener un contrato de trabajo. De otro lado, están los contratos de trabajo formativos, regulados por el Estatuto de los Trabajadores, como una primera fase de vinculación con una empresa, donde se combinan las obligaciones de trabajar con el objetivo formativo para la adquisición de las competencias propias de una profesión.

Lo menos conocido de la última reforma laboral ha sido su importante modificación de los contratos formativos, para lograr unos resultados más eficaces, tanto de protección de los trabajadores como de favorecimiento de los beneficios para las empresas. Sin pretender entrar aquí en una valoración de estos cambios, baste con señalar que, para el primer año de aplicación de la reforma, no se aprecia variación significativa en el número de contratos formativos, dado que en 2022 el total de contratos celebrados ha sido de 104.173, frente a los 110.752 del año precedente. Datos similares son los que derivan de trabajadores en alta en la Seguridad Social con contratos formativos: 107.119 en diciembre de 2022 frente a 111.560 en diciembre de 2021. Cifras todas ellas muy bajas, en relación con los jóvenes en edades potenciales  de ser destinatarios de estos contratos. Ni siquiera el hecho de que se haya limitado la posibilidad de celebración de contratos temporales ha provocado un incremento de los contratos formativos, que tienen el aliciente de estar permitidos sin necesidad de justificación por una causa productiva u organizativa empresarial.

A la vista de ello, parece que el centro de atención se debe situar en las prácticas profesionales a través de becas. De ahí, la transcendencia de la aprobación del denominado como Estatuto del Becario, que se encuentra desde hace ya bastantes meses en el ámbito del diálogo social entre Gobierno, sindicatos y empresarios.

Aunque no existe contrato, el tipo de relación con la empresa no deja de ser compleja y, en especial, no resulta fácil atender a las expectativas de unos y otros. Al mismo tiempo, la clave no se encuentra sólo en los derechos y cargas que se atribuyan a becarios y empresas, sino también a las medidas de acompañamiento económico por parte de los poderes públicos.

Ante todo, hay que tener presente que en estas becas, en muchas ocasiones, se producen prácticas abusivas por parte de las empresas, de modo que, bajo una apariencia formativa, se oculta la realización de trabajos productivos a todos los efectos, que, por su carácter de falsos becarios, escapan ilícitamente a la aplicación de la legislación laboral, con todo lo que ello comporta. Una de las carencias más significativas de la regulación actual y que necesariamente debe afrontar la nueva es la de establecer criterios claros de deslinde entre un becario y un trabajador, impidiendo este tipo de prácticas fraudulentas. No se trata de una tarea fácil, por cuanto que la actividad de aprendizaje del becario en muchas ocasiones comporta la realización de un esfuerzo personal, incluso puede implicar cierta actividad práctica de cómo se lleva a cabo el trabajo en esa concreta empresa. En todo caso, deben excluirse para los becarios de actividades que refieran a puestos de trabajo o actividades laborales que no requieran de una especial cualificación, conocimientos prácticos o experiencia, no cuente con el correspondiente plan de formación y de tutorización; y, en general, actividades en las que la finalidad básica sea la productiva o de prestación de servicios. Tales supuestos deben canalizarse vía contratos formativos y no a través de las becas.

En todo caso, para las empresas siempre existirá beneficio nada desdeñable en una política de becas formativas en sus organizaciones: su oferta de prácticas no laborales puede tener el objetivo de comprobar las capacidades y aptitudes de estos estudiantes con vistas a una posible futura selección como trabajadores de la misma empresa. Al propio tiempo, las becas se convierten en un mecanismo también de incorporación posterior de trabajadores con pleno conocimiento de las necesidades profesionales que requieren esas empresas, por lo que proporcionarán después de manera inmediata un trabajo de superior calidad y productividad.

Eso sí, un trato digno y con compensaciones razonables a los becarios debe incluir el reconocimiento de derechos por el esfuerzo de aprendizaje que están realizando y el tiempo dedicado a ello. En términos empresariales, qué duda cabe que ello comporta cargas y costes que ha de entenderse no se compensan exclusivamente con la utilidad en los procesos de posterior selección en la contratación laboral y la sucesiva adaptación del becario al trabajo productivo. Basta sólo con citar las necesarias cargas y costes de tutorización, compensación de gastos del becario por desplazamiento, alojamiento y manutención, así como de prevención de riesgos.

A partir de ahí, teniendo en cuenta que la empresa no obtiene una utilidad directa de beneficio económico por la actividad del becario, hay que compensarle por otra vía las cargas que se le imponen, pues, salvo casos singulares de entidades sin fines lucrativos, ha de evitarse imponer costes a las empresas que, a la postre, las desincentiven para facilitar estas prácticas empresariales en sus organizaciones. Tales prácticas son decisivas para la formación integral de los estudiantes y esenciales para tener una oferta de trabajo acorde a las necesidades de nuestro sistema productivo. Por ello, el sistema sólo funcionará correctamente y no constituirá un mero mecanismo fraudulento de huida de la legislación laboral si se establecen unas políticas públicas de entidad que compensen a las empresas por las cargas organizativas y los costes económicos que todo esto representa.