El cambio de sede de la empresa Ferrovial ha sido objeto de diversas lecturas, mayoritariamente en clave de confrontación política. Por un lado, desde el Gobierno de España se ha acusado a los principales propietarios de la empresa de falta de compromiso con el país, a pesar de haber sido una de las principales beneficiarias de las adjudicaciones de obra pública por parte del estado durante décadas. Por otro lado, algunos representantes empresariales han criticado las acusaciones de determinados miembros del ejecutivo a destacados empresarios, acompañadas de políticas públicas que a su juicio no ayudan a crear un clima favorable a la asunción de riesgos por parte del sector privado. Y llueve sobre mojado cuando las últimas estadísticas publicadas (referidas al cuarto trimestre de 2022) muestran un aumento extraordinario de los beneficios empresariales, poniendo el foco sobre este componente de la renta nacional como corresponsable de la inflación, y dando argumentos a las voces que piden crear un “observatorio” de los beneficios para guiar la negociación colectiva.

En el marco de este contexto cada vez más polarizado, el objetivo de esta pieza es llamar la atención sobre determinadas corrientes de fondo que ayudan a explicar tanto la evolución de los beneficios como, sobre todo, los cambios en la contribución de estos beneficios a la generación de empleo y bienestar del conjunto de la población. Detrás de estas corrientes de fondo lo que se observa es una “gran transformación” del sector empresarial y de la economía española en su conjunto, iniciada a raíz de la crisis de 2008-2009, y que todavía no se ha agotado. En primer lugar, es cierto que el excedente bruto de explotación de las sociedades no financieras ha aumentado un 22,4% en el cuarto trimestre de 2022, en términos interanuales, en contraste con el 6,6% de la remuneración de los asalariados (esto es, la masa salarial más las cotizaciones sociales pagadas por las empresas). Pero se trata de una serie muy volátil, con fluctuaciones extremas, que es mejor analizar en términos relativos a partir de los valores acumulados de los últimos cuatro trimestres, por ejemplo. Cuando se analiza la distribución de las rentas generadas por las empresas (combinando tecnología, capital y trabajo) desde este prisma, se observa que el excedente neto de explotación (descontando del excedente bruto el consumo de capital fijo, que es un coste para las empresas) representaba en el cuarto trimestre de 2022 un 38,8% de la remuneración de los asalariados, por debajo de los valores medios registrados entre 2010 y 2019, con máximos cercanos al 45%.

Pero la cuestión clave no es tanto la magnitud, absoluta o relativa, de los beneficios, sino su utilización. Es decir: ¿Para qué sirven? ¿A quién “benefician” los beneficios? Y es aquí donde se observan grandes cambios a partir de 2009, en comparación con el período expansivo anterior (de 1999 a 2007). Esencialmente, los beneficios pueden destinarse a inversión productiva, a inversión financiera, a reducir el endeudamiento, a retribuir a accionistas y acreedores (vía dividendos e intereses) y a pagar impuestos. La parte destinada a inversión productiva, más allá de reponer el capital amortizado, sirve para aumentar el stock neto de capital productivo y, por esta vía, los niveles de empleo y productividad. Y los aumentos de productividad deberían traducirse, a medio plazo, en una mejora sostenible de los salarios reales. Por tanto, un aumento de los beneficios que se traduzca en un aumento proporcional de la inversión productiva “beneficia” a la mayoría de la población; es decir: a los trabajadores del sector privado y, por la vía de los ingresos fiscales que se derivan de un mayor nivel de actividad, al conjunto de la población destinataria de prestaciones del estado del bienestar. La parte que va a impuestos también contribuye a la financiación del estado de bienestar. En conclusión: los aumentos de los beneficios empresariales que acaban repercutiendo en una mayor inversión y más impuestos son un hecho positivo, desde el punto de vista del interés general.

En cambio, los beneficios que se destinan a retribuir a un determinado grupo social, como los accionistas, que asumen el riesgo del proyecto, representan un interés legítimo pero particular, que debe ser satisfecho teniendo en cuenta los intereses de otros grupos, como pueden ser los trabajadores asalariados y los acreedores. Por tanto, cuando el aumento de los beneficios se destina exclusivamente a aumentar los dividendos pagados a los accionistas, en detrimento de las rentas percibidas por otros colectivos, la valoración es muy diferente. Sin embargo, la proporción que representan los dividendos pagados como porcentaje de la remuneración de los asalariados (acumulados de cuatro trimestres) aumentó desde valores en torno al 15% a principios de siglo, hasta máximos superiores al 25% hacia el 2007, disminuyendo a continuación progresivamente hasta situarse de nuevo en valores cercanos al 15% a partir de 2015 y hasta la actualidad. Mientras que la caída de la parte que representan los intereses como porcentaje de los beneficios es aún más notable, por lo que en conjunto las rentas distribuidas del capital (intereses y dividendos) representa una fracción decreciente de los beneficios de las sociedades no financieras españolas con una perspectiva de largo plazo.

Si el excedente empresarial neto, en conjunto, ha aumentado tendencialmente como porcentaje de la masa salarial, entre 2007 y 2010, para estabilizarse dentro de una banda comprendida entre el 40% y el 45% hasta 2019, ¿dónde ha ido a parar este aumento estructural de los beneficios? En parte, el aumento de los beneficios ha contribuido paulatinamente a una lenta recuperación de la inversión productiva, que se desplomó con la crisis de 2008. Pero otra parte se dedicó a ahorro neto, que a su vez sirvió inicialmente para reducir el excesivo endeudamiento heredado de la fase expansiva anterior, por lo que la deuda de las sociedades no financieras ha pasado de representar valores cercanos a cinco veces su excedente bruto de explotación a valores inferiores a tres justo antes de la pandemia. Y aún más importante y significativo: las empresas no financieras, en su conjunto, han pasado de ser receptoras de ahorro de otros sectores institucionales domésticos y del exterior a constituirse en emisoras netas de ahorro, hacia otros sectores institucionales y hacia el exterior. Éste es el cambio estructural, la “gran transformación” a la que hace referencia el título, y que tiene como contrapartida a escala macro un superávit por cuenta corriente persistente –un hecho poco frecuente en la historia de la economía española.

Tras la crisis de 2008, las grandes empresas constructoras y financieras con sede en la capital del Estado, así como muchas empresas industriales medianas y grandes catalanas y vascas, se reorientaron decisivamente hacia la internacionalización. Por tanto, una parte creciente de sus beneficios se reinvirtió fuera del país, en creación de filiales y fusiones y adquisiciones de empresas extranjeras, que en las cuentas de las sociedades no financieras con sede en el país son la contrapartida de su ahorro neto, materializado en forma de activos financieros que aumentan el patrimonio empresarial y, para el conjunto de la economía, en una mejora de la posición inversora neta con el exterior. Cuando una parte ampliamente mayoritaria de la facturación de estas empresas internacionalizadas ya depende del exterior, y una parte también creciente de sus accionistas reside en el exterior, tanto la ubicación de la sede central como la importancia del país de origen en la generación y destino de los beneficios se ven desde otra perspectiva.

La cuestión es si esa transformación representa un beneficio neto para el conjunto de la sociedad. Por un lado, es evidente que la menor dependencia del endeudamiento exterior representa un plus de resiliencia, y que la mayor internacionalización de la actividad empresarial genera economías de escala que permiten ganar eficiencia, capacidad de innovación y productividad. Pero no está tan claro que este efecto, hoy por hoy muy concentrado en las empresas de mayor dimensión y en determinados sectores muy dependientes de la regulación, esté teniendo un efecto tractor capaz de transformar el conjunto del tejido económico. En el caso del País Vasco, este patrón más orientado al exterior, a partir de una base industrial sólida y de un modelo de financiación favorable, sí ha servido para impulsar su economía en beneficio del conjunto de la sociedad. En el caso de Catalunya, el interrogante es si se consolidará un modelo industrial propio, a partir de un tejido científico y tecnológico potente, y de un entramado empresarial diverso, flexible y claramente diferenciado del dominante en la capital del Estado.