Soy autónomo desde hace más de treinta años. No ha habido un solo mes en estas tres décadas en que no haya cotizado por cuenta propia. He creado empresas, he fracasado en algún proyecto, he facturado más o menos según el ciclo económico, he tenido éxitos y aciertos, pero casi toda mi vida he trabajado por mi cuenta. Por eso, cada vez que se discute sobre la figura del autónomo, me interesa doblemente: como economista y como afectado. Y creo que sé de lo que hablo.

Esta semana hemos sabido que las cotizaciones de los autónomos subirán de nuevo el año próximo. En principio, solo para algunos tramos. Pero es otro ajuste más que se suma a una tendencia imparable de presión fiscal creciente sobre este colectivo. Lo relevante no es solo la cuantía, sino la dirección. Y tiene consecuencias económicas.

El autónomo vive en una situación de injusticia y contradicción permanente: es empresario, pero no tiene los recursos de una empresa. Es trabajador, pero no tiene las garantías de un asalariado. No tiene paro, no tiene convenio, no tiene un comité que lo defienda ni una estructura que lo proteja. Cuando le va bien, se le pide más. Pero cuando le va mal, lo pasa solo.

Cobra a sesenta días, si cobra, pero ha de tributar cuando toca, con muy limitadas posibilidades de financiación a corto plazo para salvar su tesorería profesional que conecta, directamente, con la personal.

El autónomo vive en una situación de injusticia permanente: cuando le va bien, se le pide más, pero cuando le va mal, lo pasa solo

Estamos solos. Más solos que la una.

Todo el mundo piensa que el único afectado es el propio autónomo. Pero no. Esa soledad tiene un precio también para la economía del país. Porque el autónomo es el primer eslabón de cualquier tejido productivo. Si no hay autónomos, no hay microempresas. Y si no hay microempresas, no hay pymes. Y sin pymes no hay economía real. La macroeconomía que se construye en los grandes números depende, en buena parte, de ese pequeño universo invisible de autónomos que prestan servicios, desarrollan ideas, sostienen comercios y lanzan proyectos.

En el imaginario colectivo se considera que los autónomos no innovan. Que la innovación está en las grandes corporaciones o en los laboratorios de I+D. Es un error de diagnóstico. La innovación no siempre se mide en patentes. Muchas veces se mide en la forma de resolver problemas reales. Y ahí es donde el autónomo, por pura necesidad, innova cada día: optimizando su tiempo, aprendiendo nuevas herramientas, digitalizándose, adaptando su oferta. Lo hace porque no tiene otra opción. Su subsistencia depende de su capacidad de evolucionar. ¡Y eso es también innovar! ¡Por supuesto!

La flexibilidad, la velocidad o la cercanía con el cliente son terreno fértil para el pensamiento innovador. Ahogar al autónomo con trabas fiscales, administrativas o burocráticas no es solo injusto. Ahoga en términos de crecimiento futuro.

El autónomo es como la célula del cuerpo, la epidermis. Es la base sobre la que sostiene, en cascada, el tejido empresarial de un país

Las políticas hacia el autónomo deberían enfocarse en tres pilares: estabilidad normativa (para poder planificar), fiscalidad flexible (no confiscatoria), y protección en etapas vulnerables (enfermedad, caídas de demanda). No se trata de subvencionar, sino de no penalizar al que arriesga.

El país no se sostiene sin los autónomos. Lo digo desde la experiencia. Sin autónomos no hay red capilar que conecte el sistema económico con la realidad cotidiana. No hay agilidad. No hay crecimiento de base. Y tampoco hay innovación útil, esa que mejora la vida de las personas.

La economía necesita empresas que escalen. Pero para ello precisa de individuos que emprendan, que prueben, que se equivoquen y que vuelvan a empezar. El autónomo es como la célula del cuerpo, la epidermis. Es la base sobre la que sostiene, en cascada, el tejido empresarial de un país.

Pongámoslo fácil y dejemos de convertirlos en un foco más del expolio y presión fiscal a la que estamos sometiendo España.