Se apaga el mercado, despierta la tribu

- Fernando Trias de Bes
- Barcelona. Domingo, 4 de mayo de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 3 minutos
Estaba en Madrid por trabajo cuando se produjo el apagón. Me quedé allí bloqueado, sin posibilidad de volver a casa. Salí a la calle y comencé a observar. En ciencias sociales no hay oportunidades de realizar experimentos poblacionales. Así que estaba ante una oportunidad única de comprobar qué teorías y conductas tipificadas se ponían en marcha. Lo que vi, lo que anoté, y lo que aprendí, podría servir como caso práctico de psicología económica, sociología del comportamiento y teoría de los mercados. El apagón no solo desconectó la electricidad: desconectó, por unas horas, el funcionamiento habitual del sistema económico.
Fue algo fascinante.
Lo primero fue la incertidumbre. Nadie sabía cuál era el origen de la avería ni cuánto iba a durar. Y la incertidumbre es, como bien sabemos, un activador poderoso de las emociones colectivas. Esa falta de horizonte temporal, esa ignorancia operativa, fue lo que disparó el primer comportamiento: el sobreabastecimiento. Este fenómeno se explica por la aversión a la incertidumbre descrita por Daniel Ellsberg: cuando no se puede prever el riesgo, la reacción natural es prevenirse en exceso, incluso de manera irracional.
Así pues, la gente empezó a comprar más de lo necesario. En los supermercados se vaciaban estanterías. Vi cómo, de nuevo, uno de los productos más codiciados, como ya sucedió durante la COVID, era el papel higiénico. No porque hiciera falta, sino porque otros lo compraban. Era una repetición del efecto rebaño: si muchos se abalanzan sobre algo, debe ser importante. La racionalidad desaparece y toma el control una lógica emocional basada en la imitación. No queremos quedarnos sin algo que otros consideran esencial, aunque no sepamos bien por qué. La teoría es de Banerjee y Bikhchandani: cuando la información individual es limitada, se copia la conducta de la mayoría.
Poco después, emergió un segundo fenómeno: la inutilidad repentina del dinero electrónico. Los datáfonos dejaron de funcionar. Los cajeros, sin luz, no dispensaban efectivo. Quien no tenía billetes o monedas no podía comprar nada. Así, de golpe, el dinero se volvió selectivo: solo tenía valor para quien lo tenía en forma física. La súbita ineficacia del dinero digital muestra cómo una economía moderna depende críticamente de infraestructuras invisibles que, al fallar, revelan su fragilidad —como advierte Nassim Taleb en su teoría del cisne negro.
Y aquí ocurrió algo asombroso. En algunos comercios, los tenderos comenzaron a fiar. Se hacían notas, pequeñas hojas con nombres y cantidades, acuerdos tácitos entre conocidos del barrio. Vi cómo se improvisaban sistemas de crédito basados exclusivamente en la confianza. Pagarés improvisados. Crédito personal.
Volvimos, por unas horas, a una economía relacional, donde la reputación del comprador era la garantía de pago. Un sistema más parecido al trueque o a las antiguas monedas sociales que al capitalismo financiero. David Graeber sostiene que el crédito informal precede históricamente al dinero y florece en momentos de colapso del sistema monetario. Es la historia, famosa y célebre, del tabaco como medio de pago en los campos de concentración alemanes de la Segunda Guerra Mundial.
Otra escena llamativa fue la del cierre dispar de los comercios. Las grandes cadenas y franquicias cerraron, siguiendo sus protocolos corporativos. Pero las tiendas de origen chino, paquistaní o hindú siguieron abiertas. No se trataba de un rasgo cultural, sino de otra lógica empresarial: mientras las grandes marcas obedecen a decisiones centralizadas, los pequeños comerciantes actúan en función de la oportunidad. El que abría, vendía. Y mucho. Karl Weick describe este contraste como la diferencia entre la racionalidad organizativa —basada en normas— y la racionalidad adaptativa, donde el comerciante reacciona con heurísticas al entorno inmediato.
Sin sistemas informáticos, sin escáneres ni etiquetas, los precios dejaron de estar marcados. Y entonces, otro fenómeno: la desaparición del mercado tal como lo entendemos. Vi cómo algunos productos se ofrecían a precios disparatados. La ley de oferta y demanda, en su versión más cruda, sin filtros regulatorios ni competencia. Algunas personas devolvían el producto, indignadas. Otras lo compraban. Incluso yo, al ver que no me alcanzaba el dinero para lo que pedía el comerciante, ofrecí lo que tenía, y me dijeron: “Vale, está bien, dame eso”.
El precio había desaparecido. El valor se había vuelto subjetivo. Lo que importaba no era el coste, sino la utilidad percibida en ese momento. Y esa es, en esencia, la teoría austríaca del valor. Carl Menger, fundador de la Escuela Austríaca, formuló que el valor no reside en el objeto, sino en la apreciación subjetiva que el individuo tiene en el instante de la necesidad.
Volví a mi apartamento con unas velas, una caja de cerillas, varios paquetes de galletas y me puse a esperar a que volviese la luz.
Lo reconozco: pasé cierta zozobra.
La ciencia te permite predecir y comprender. Pero no dejar de sentir.