De mis años de universitario estudiando Economía —antes estudiabas el conocimiento troncal y te quedaba para siempre el lujazo de poder mencionarlo así— recuerdo el debate sobre los efectos inflacionistas del salario mínimo y sus aumentos. Me quedó dicho debate, como otros, especialmente presente porque te llevaba a un cruce donde la ciencia se encontraba con el debate político, y eso a los 20 años es irresistible. De vez en cuando la actualidad me ha permitido rememorar las diatribas de entonces, y la del salario mínimo ha vuelto con fuerza en los últimos años. El Gobierno de España ha hecho de la materia uno de los pilares de su legislatura económica, con lo que ha habido ocasiones de sobras para reflexionar al respecto. En tiempos de baja inflación, crecimiento y, sobre todo, desarrollo de las clases medias, el argumento aprehendido en la juventud que el reparto de la riqueza del mercado funciona mejor que el inflacionista salario mínimo, parecía sostenerse. Pero como signo de los nuevos tiempos, a medida que empeoramos en distribución de la riqueza y poder adquisitivo, el efecto redistribuidor del salario mínimo actualizado no destaca por inflacionista, sino por, incluso, salvaguarda del consumo.

Los últimos meses en España arrojan un entorno de esta naturaleza. El salari mínim interprofessional (SMI) es un factor que ha permitido evitar colapsos económicos y sociales a muchas familias. Lo que actualmente sucede en España (y en otros países) con los efectos del SMI reproduce muy fielmente lo que los trabajos de Alan Krueger y David Card (premio Nobel de Economía en 2021) reflejan en sus estudios y experimentos naturales y que se recogen en su libro Myth and Measurement. The New Econnomics of the Minimum Wage (Mito y Medición, en la edición española), publicado en 1995. Estos economistas revolucionaron el debate sobre los efectos de los salarios mínimos. Sostuvieron que no destruyen empleo, una de las características de los debates anteriores, y que los efectos positivos compensan los negativos. El trabajo de Card y Krueger analiza en detalle el sector del fast food en unas determinades regiones. Mientras muchos economistas clásicos argumentaban que un incremento en el salario mínimo ponía en riesgo los puestos de trabajo de los trabajadores con menos cualificaciones, Card sostiene que en una economía fuerte y con creación de trabajo o demanda laboral, el riesgo de destrucción de empleo entre los trabajos menos cualificados por un aumento del coste salarial mínimo para las empresas se compensa con la demanda creciente. Krueger defiende que el efecto del incremento del salario mínimo en economías con un peso creciente de trabajadores con sueldos bajos o en la frontera con el salario mínimo, es de lucha contra la pobreza y permite sostener alquileres y familias. Krueger anticipaba efectos beneficiosos para el consumo. Estos escenarios anticipados en sus trabajos reflejan con bastante proximidad lo que ha pasado en la economía española en los últimos meses, en parte gracias al aumento del SMI.

El salario mínimo interprofesional (SMI) en España se sitúa en 1000 €/mes, por 14 pagas, es decir 1166,7 € por 12 mensualidades. Aún por debajo de las grandes economías europeas con SMI —Italia y otros 5 países de la UE no tienen— e incluso por debajo del de los Estados Unidos, y por encima del de las economías del Este de Europa y de Portugal.

Otra de las críticas al SMI, y en concreto en el caso español, es, más allá del concepto, el importe al que llegar. Los sucesivos incrementos recientes, por otro lado, equivalentes a los que han venido haciendo los países con el SMI más bajo, han reducido la distancia entre el SMI y el salario medio —en España, 27.570 € en 2021. La correlación entre SMI y salario medio en España es hoy distinta a la de países como Alemania o Francia. La correlación suele pivotar alrededor del 50%. En España, comparando el SMI de 2022 con salario medio de 2021, estaría en el 51%; en Francia, en el 49%; en Alemania, en el 40%; en Países Bajos, en el 38%; en Polonia, en el 55%; y en Portugal, en el 48%. En países con salarios medios más bajos, la ratio se acerca más al 50% por mayor necesidad de proteger los salarios más bajos, mientras que a medida que el mercado paga mejor, la distancia se reduce. Puede defenderse que en entornos de pérdida de poder adquisitivo medio y dispersión salarial alta, un contexto que se expande en estos días de empeoramiento de la distribución de la riqueza, el SMI no solo frena la pobreza y defiende el consumo a lo Card & Krueger, sino que también hace de dique de contención ante la creciente desigualdad. En un entorno inflacionista o con un mercado de la vivienda donde el acceso es cada vez más complicado, trabajar no es ya garantía de salir de la pobreza, y menos con el aumento del peso en las familias de las personas laboralmente pasivas —mayores, dependientes o incluso parados crónicos. Los flancos sociales son muchos, y la cohesión social es un activo a todos los niveles, también en el de la competitividad. Por todo ello, mantener un SMI robusto parece una buena decisión macroeconómica.

Existe, entre los apuntes críticos al SMI o a su subida, un argumento al que creo que hay que prestar atención. La subida del SMI permite sostener niveles de formación bajos, reduce el incentivo — macro— a aumentar la formación. Aunque, sin duda, por todo lo anterior, el SMI parece, en el contexto de nuestra economía y de la global, un buen instrumento en entornos de deterioro de la distribución de la riqueza, la alerta en los niveles formativos ha de impelernos permanentemente. Un salario medio bajo es, también, señal de nivel formativo y calidad en los puestos de trabajo insuficientes. La demanda de puestos de trabajo poco cualificados se mantiene y la de trabajos con cualificación profesional alta insatisfecha es, en muchos sectores, una gran restricción. Incluidos sectores que acaban supliendo la demanda con contrataciones de cualificación baja como mal menor. La demanda no cubierta de trabajos con cualificación profesional nos recuerda de manera estructural la sempiterna crisis de nuestros modelos de formación profesional (FP). Actuar sobre la educación, reducir el fracaso escolar, aumentar el nivel formativo, adecuar la oferta de FP en recursos y materias, es la mejor manera de luchar contra la desigualdad, subir el salario medio y no tener que usar el SMI como dique de contención.