El ministro de Inclusión y Seguridad Social, José Luis Escrivá, se encuentra entre la espada y la pared. Por un lado, el Gobierno de España tiene el compromiso de culminar la reforma del sistema de pensiones a la que se comprometió con Bruselas. Por otro lado, las posibilidades de llegar a un acuerdo consensuado con patronales y sindicatos son mínimas –tanto respecto al alargamiento del período de cómputo como al llamado “destope” de las cotizaciones máximas. De hecho, el ministro ya está fuera de plazo –aunque Bruselas será flexible si la reforma prometida acaba llegando en las próximas semanas.

En ausencia de reformas, el imparable envejecimiento de la población española durante los próximos años amenaza con situar a España entre los estados europeos con un mayor gasto en pensiones públicas hacia 2050 (en 2019 representó un 12,7%). En concreto, la tasa de dependencia (la proporción que representa la población mayor de 64 años como porcentaje de la población en edad laboral, entre 16 y 64 años) aumentará desde el entorno del 30% proyectado en 2023 hasta valores que podrían superar el 50% en 2050. Por lo tanto, se pasaría de tres cotizantes por persona jubilada el 2023 a dos hacia mitad de siglo. Las diferentes proyecciones demográficas disponibles (Eurostat, INE, AIREF) coinciden en la continuidad del proceso de envejecimiento en las próximas décadas, pero difieren sobre el impacto de la inmigración, que en cualquier caso no será suficiente para compensar la tendencia.

El porcentaje del PIB destinado a pensiones depende de cuatro factores: la tasa de dependencia, la (inversa de la) tasa de empleo, el porcentaje de pensionistas entre los mayores de 64 años y la relación entre pensión y productividad medias. El margen para influir sobre los factores segundo y tercero es limitado, por lo que un aumento sistemático de la tasa de dependencia obligaría a reducir la pensión como proporción del salario medio (suponiendo que éste evolucione igual que la productividad), si se pretende estabilizar el gasto en pensiones como porcentaje del PIB. Este resultado es independiente de que las pensiones se financien con cotizaciones, impuestos o deuda.

Es importante destacar que reducir la pensión como proporción del salario medio no implica disminuir necesariamente el poder adquisitivo de la pensión media, en valor absoluto, siempre y cuando la productividad del trabajo aumente a un ritmo suficientemente elevado –y que el salario medio avance en línea con la productividad media, en tendencia a largo plazo. En otras palabras: las pensiones del futuro estarían aseguradas, sin poner mayor presión sobre los asalariados que cotizan, siempre y cuando el crecimiento de la productividad sea suficientemente elevado como para compensar la demografía adversa, y los salarios crezcan en línea con la productividad. Pero incluso en este escenario optimista, en el que las pensiones no pierden valor y los trabajadores en activo no soportan una mayor carga fiscal como porcentaje de su salario, la pensión media iría perdiendo valor como porcentaje del salario medio.

¿Podemos esperar que la productividad del trabajo en la economía española crezca durante las próximas décadas al ritmo necesario para hacer realidad este escenario ideal? Si respondemos a esta pregunta en retrospectiva, extrapolando al futuro la tendencia decreciente de la productividad de las últimas décadas, la respuesta habría de ser claramente negativa. Pero es ingenuo proyectar mecánicamente hacia el futuro los datos del pasado. No se puede descartar que durante los próximos años los efectos de la revolución tecnológica asociada con la automatización de una parte significativa del trabajo cognitivo, acompañada de la aparición de nuevos filones de empleo —por ejemplo, en la economía de los cuidados y de la producción de bienes y servicios para una población mayor de 65 años cada vez más activa y consumidora—, acaben por desencadenar aumentos notables de la productividad sin aumentar el paro. Unas políticas públicas bien diseñadas también podrían facilitar la transición hacia una economía más orientada a mejorar la eficiencia productiva que a promover una expansión intensiva en empleo poco cualificado.

Sin embargo, debe tenerse también en cuenta que el propio envejecimiento de la población puede frenar, por distintos canales, el dinamismo económico, la propensión innovadora y la acumulación de capital productivo en la sociedad. Por lo tanto, la vía más prudente para garantizar la sostenibilidad del sistema es actuar sin dilación y simultáneamente sobre las restantes variables. Por ejemplo, sería recomendable introducir una mayor proporcionalidad entre la edad efectiva de jubilación y la esperanza de vida en cada momento —con las debidas excepciones—,  facilitar que se pueda compaginar mejor jubilación y trabajo, aplicar una política inmigratoria proactiva y selectiva,  profundizar en la reforma laboral para reducir el paro y la precariedad, y potenciar las políticas industrial, tecnológica y formativa –enfocada a la actualización de las capacidades a lo largo del ciclo vital.

En el caso que las medidas anteriores fueran insuficientes, habría que plantearse limitar el aumento de la pensión media —directa o indirectamente, alterando el período de cómputo de la pensión— y/o aumentar el peso que representan las cotizaciones y/o impuestos como porcentaje del salario bruto. Pero es fundamental que si se aplican medidas de esta naturaleza se haga en el marco de un debate público transparente en el que se explique cuál es el modelo de pensiones públicas hacia el que nos dirigimos. En España rige un modelo contributivo cuya naturaleza implica respetar una cierta proporcionalidad entre lo que se contribuye y lo que se recibe. Si se aumentan progresivamente las cotizaciones más altas y, al mismo tiempo, el crecimiento de la pensión máxima no aumenta proporcionalmente, se está avanzando, aunque sea de forma casi imperceptible, hacia un modelo asistencial, en el que el Estado garantiza unos niveles mínimos similares para todas las personas, y es responsabilidad de cada cual cubrir la mayor parte de la jubilación con su propio ahorro privado (vía planes de empresa o individuales). Es, ciertamente, un modelo viable y legítimo, pero que no debería introducirse por la puerta de atrás, sino como consecuencia de un debate abierto y democrático.

En resumen: el sistema de pensiones de reparto es viable y sostenible, incluso en un entorno de creciente envejecimiento, a condición de alinear las prestaciones recibidas con las cotizaciones realizadas. Probablemente, en los próximos años se producirá una caída de la pensión media con respecto al salario medio, pero no necesariamente de la pensión media en valor absoluto. También en el caso de los sistemas de “cuentas nocionales” (como es el caso de Suecia) las pensiones se continúan pagando con las cotizaciones del presente, pero el valor de la pensión se ajusta a la relación entre lo aportado y la esperanza de vida en cada momento. Sólo las reformas estructurales dirigidas a abordar de raíz las problemáticas estructurales asociadas con el envejecimiento serán capaces de hacer frente a los retos del presente y del futuro. Seguramente habrá que descartar el rígido patrón de ciclo vital propio del siglo XX (educación/trabajo/jubilación) e introducir modelos más flexibles, con una mayor gradualidad en la transición del trabajo a la jubilación y la actualización de los conocimientos a lo largo de la vida. Habrá que buscar, necesariamente, un mejor equilibrio entre las contribuciones, el importe de las pensiones y la edad de jubilación (introduciendo, si fuera necesario, mecanismos automáticos de ajuste a los cambios económicos y demográficos). El aumento de la esperanza de vida con salud es uno de los mayores triunfos de nuestra época, y la “ciencia lúgubre” no lo es tanto cuando además de tratar el envejecimiento como reto también sirve para reconocerlo como fuente de oportunidades económicas, tecnológicas y de empleo, orientadas al bienestar de las personas a lo largo de un ciclo vital cada vez más extenso y diverso.