La semana pasada, el Congreso aprobó la Ley de Movilidad Sostenible, una norma que aglutina medidas orientadas a incrementar el peso del transporte público y a la descarbonización de la aviación y del transporte de mercancías, mediante un mayor protagonismo del ferrocarril. La tramitación no ha estado exenta de polémica, por varias razones. Una de las principales es la insistencia en la fórmula de trasladar a las empresas el peso de estos avances en forma del enésimo documento obligatorio: el Plan de Movilidad, que se suma a los existentes Plan de Igualdad, Plan antiacoso LGTBI, Canal ético y Código ético, y este año aparece otro nuevo: la Encuesta de Factores Psicosociales para medir el clima laboral de las empresas.

El patrón es poco sofisticado: a cada nuevo documento obligatorio, las empresas españolas empiezan a recibir una avalancha de ofertas de consultorías y asesorías que ofrecen redactar el documento “personalizado” por el módico precio de unos cinco o diez mil euros. El plan personalizado acaba siendo un corta y pega, con un par de datos adaptados y los logos cambiados. Las empresas no cambian sus procedimientos, por lo cual no se produce un avance tangible, pero el Estado puede presumir de haber tomado medidas hacia ciertas cuestiones y, de paso, las consultorías y asesorías van haciendo.

Más allá de las posibles críticas específicas a esta norma, el gobierno central está instalado en un contexto más preocupante: la mayoría parlamentaria que lo invistió está totalmente inoperativa desde hace un tiempo, lo cual lo condenaba a acumular derrotas legislativas, una tras otra, llevando la legislatura al bloqueo total. Esta tendencia se ha roto con la votación de la mencionada Ley de Movilidad Sostenible, que ha podido salir adelante gracias al apoyo de Podemos, conseguido in extremis al incorporar la exigencia de paralizar la ampliación del Aeropuerto de El Prat hasta 2031.

No se produce un avance tangible, pero el Estado puede presumir de haber tomado medidas hacia ciertas cuestiones

Sorprende el planteamiento, por el matiz que ha pasado bastante desapercibido en los análisis mediáticos que han seguido la votación en los días posteriores: actualmente hay dos ampliaciones significativas de aeropuertos en España, no solo la de El Prat. También está la de Madrid Barajas: una inversión confirmada y en fase de inicio de ejecución, por valor de 2.400 millones de euros, a desembolsar entre 2025 y 2031. Todas las actuaciones del proyecto están explícitamente orientadas al aumento significativo de operaciones y de pasajeros: se instalarán en la Terminal 4 más puertas de embarque y fingers y se unificarán los edificios de las Terminales 1, 2 y 3 para hacer uno diáfano con un tope de embarques simultáneos notablemente más alto. El resultado será pasar de los actuales 66 millones de pasajeros anuales a los 90 millones, es decir, un incremento de 24 millones de pasajeros anuales en capacidad.

Así pues, no se entiende la justificación por la cual solo se pide paralizar la ampliación de El Prat por motivos pretendidamente medioambientales, entendidos como impacto indirecto de fomentar más viajes en avión – es exactamente lo mismo que se quiere hacer, que se hará, en Barajas, pero, en cambio, no parece que esta otra operación haya sido un escollo para obtener el apoyo de Podemos a la Ley de Movilidad Sostenible. De hecho, aún se entiende menos si consideramos que el proyecto que se plantea para El Prat le permitiría pasar de los actuales 55 millones de pasajeros anuales a los 70 millones, o un incremento de 15 millones de pasajeros anuales en capacidad, notablemente por debajo de los 24 que se proponen para Barajas.

No se entiende la justificación por la cual Podemos solo pide paralizar la ampliación de El Prat, y no la de Barajas, por motivos pretendidamente medioambientales

Podría parecer una anécdota si no fuera porque estos planteamientos empiezan a ser habituales. Cuando el conflicto entre Israel y Palestina subió de tono, los Comunes exigieron cerrar la oficina empresarial de Acció en Tel Aviv como moneda de cambio para la investidura de Salvador Illa. Las oficinas de Acció no son herramientas puramente representativas: hacen de nexo entre las empresas catalanas y cada uno de los territorios, entre otras cosas para defender los intereses de nuestro tejido productivo en situaciones de conflicto y para ofrecer información comprensible, actualizada y clara. En contexto de turbulencias geopolíticas, estas oficinas son más necesarias que nunca: las empresas catalanas se pueden encontrar de forma sobrevenida con inversiones interrumpidas, pedidos que no se pueden entregar, cobros que no se pueden recibir... situaciones en las que el asesoramiento desde destino es de gran utilidad. Por estas mismas razones, el ICEX – equivalente de Acció en el ámbito de todo el Estado – ha mantenido plenamente operativa su oficina de Tel Aviv durante el conflicto, sin que los homólogos de los Comunes en Madrid hayan tenido nada que decir.

Viendo los hechos, es evidente que las inversiones y los servicios públicos están sujetos a unos niveles de rigor social y ambiental notablemente superiores cuando se hacen en Cataluña. Aunque es halagador que confíen tanto en nuestra capacidad de sobresalir, quizás convendría igualar los criterios.