La solicitud de mi comparecencia en el Parlamento de Catalunya, la cuarta, ya centrada esta vez en la reforma de la Renta Garantizada de Ciudadanía (RGC), hace que me quiera centrar aquí en esta reflexión: El merecimiento ciudadano de una renta garantizada. Esta fue la cuestión a debate para una nueva proposición de ley de la RGC.

Ciertamente, desde el 2017 a la actualidad todos hemos aprendido bastante sobre este intento de apaciguar la situación de los más frágiles de nuestra sociedad. Se han hecho evaluaciones expresas de Ivàlua, la Agencia de Evaluación de la Generalitat, que ha dedicado mucha atención a su bondad. Desde el propósito inicial a la realidad se han probado cosas como la poca cobertura de los potenciales beneficiarios, las cuantías escasas y en operativa complicada —más o menos acumulables con otras ayudas—, con condicionamientos poco efectivos en el comportamiento de los receptores, y una casuística de destinatarios de muy difícil control. Bien hecho, pues, que los parlamentarios reevalúen y corrijan la normativa de acuerdo con las situaciones observadas.

Sorprenden, sin embargo, de la sesión en que fui llamado a declarar algunos hechos formales que, siendo reiterativos, ya que me han pasado otras veces, quiero comentar sobre el funcionamiento de estas comparecencias. Primero, con mucha anterioridad un funcionario se pone en contacto con el compareciente, con poca flexibilidad de días (los de trabajo de la Comisión, está claro), y con un cierto tono de obligación —¡si no penal, al menos civil!— de responder a la misiva. Agendado el día, las convocatorias son conjuntas; se pierde la mañana, ya que se tiene que escuchar a otros comparecientes, sea cual sea el interés en que provoquen, con notoria falta de control del tiempo por parte de ciertos intervinientes, y así una duración no siempre previsible de las sesiones de preguntas y respuestas. No se reembolsan ni los gastos de taxi, y, en dos veces, quien preside la Comisión ni siquiera ha agradecido el esfuerzo hecho. Me gustaría saber cuántos de los llamados huyen o ignoran este llamamiento, cómo lo hacen, y con qué consecuencias, también para el conocimiento de las señorías, crea el sesgo de respuesta que eso puede representar.

Bien. Yo siempre he respondido. Esta última vez, sin embargo, con sorpresa. De los ocho grupos parlamentarios solo asistieron tres aquella mañana, más lo que la presidía, y un representante abandonó antes de tiempo. Solo dos parlamentarios hicieron preguntas (tampoco en el resto de comparecientes). Con respecto al contenido, algunos de los participantes no se habían leído la propuesta de cambios normativos, y en parte se confundió la Renta Garantizada de Ciudadanía con la Renta Básica Universal, ¡cuando esta no tiene nada que ver —por el alcance, cuantía y consecuencias financieras— con la RGC! En parte, una comedia todo, con disculpa para los parlamentarios figurantes, que hicieran el esfuerzo de asistencia.

En mi caso, el tema de la RGC nunca me ha quedado lejos, tanto porque entra en el temario de la asignatura de Economía Pública que imparto en la Universidad Pompeu Fabra, como por los trabajos de Ivàlua, cuyo consejo he presidido unos cuantos años. Y, de manera breve, les quiero decir que estoy a favor de la RGC, pero que me preocupa la C, y no la R, ni la G.

He ahí las razones. Siempre, en política pública, la ayuda de renta preocupa menos, siendo modificable, que el de stock (por ejemplo, es difícil acertar en el destinatario que merece una vivienda social, pero más modulable la cuantía de renta que se le pueda otorgar), y la palabra garantía es un eufemismo: ni setecientos ni mil dos-cien —en el mejor de los casos— son garantía de nada. Nadie puede sobrevivir a Barcelona, ni a muchos otros lugares de Catalunya, con estos importes. Más bien, durante mucho tiempo ha sido la suya operativa una invitación a la economía sumergida, con el fin de evitar que se supere el umbral monetario que da derecho a la ayuda y perder aquella subvención a título gratuito; "si se hace, que no se sepa, o que no se diga, a pesar de saber qué hacer, seguro que se tiene que hacer...". Por eso ni hay que magnificar la supuesta trampa de pobreza que eso pueda provocar (cobrar mejor que trabajar), ni el incentivo a instalarse en este estatus para siempre.

De manera que en la C de ciudadanía, en la declaración responsable y en el compromiso que adquiere al beneficiario que recibe la ayuda, está el tuétano de la RGC. La razón es sencilla: el ciudadano contribuyente, con su esfuerzo fiscal, con su trabajo, se hace solidario en la RGC con quien tiene peor suerte. Pero el ciudadano beneficiario, sea o no residente, esté o no en situación legal, se obliga, a cambio, a incorporarse en todos los detalles a esta ciudadanía. Se compromete a aprender la lengua, a ejercer un oficio —si se le ofrece—, a conocer la cultura del país, a pasar —si procede— una pequeña prueba para reconocer la historia del país que, con su trabajo, hace posible la ayuda. Falsear declaraciones tiene que equivaler a suspender las ayudas, como también equivale escaquearse del trabajo comunitario; por ejemplo, velar por la salida de niños a las escuelas, limpiar los bosques, cuidar del mobiliario urbano, cerrar las calles en las islas... Nótese que no señalo ninguna actividad que alguien pueda decir que destruye trabajo formal, por aquello de la oposición de los sindicatos o por el interés en que puedan tener los empresarios al capitalizar las subvenciones ofreciendo salarios más bajos. Estoy hablando de cosas que si no es así, no se hacen.

En todo caso, como decía, una sociedad que se quiera desarrollada no puede dar la espalda a fórmulas como las de la RGC, que, recordamos, no son las de la Renta Básica Universal; insensata esta otra alternativa, a mi entender, y en todo caso hoy infactible. La sociedad, ciertamente, tiene que ser solidaria con los que lo necesitan, pero estas personas tienen que reconocer que la ciudadanía comporta obligaciones; entre ellas, la de aprender la lengua del país, que además en el futuro los puede hacer merecedores, por lo que se dice la prima lingüística, de unos trabajos mejor retribuidos por las empresas.

Y, finalmente, cinco céntimos de comentario de la parte política que rezuma la RGC. No es fácil decir las cosas por su nombre, sin coger un camino de bajada hacia Ripoll. Pero son conocidos los fraudes a las prestaciones: a las sanitarias, con empadronamientos fáciles que permiten, sin periodos de carencia, la cartilla sanitaria que abre indiscriminadamente todas las puertas del sistema sanitario; abusos a las prestaciones sociales que nadie controla, que no llegan a quien tienen que llegar y lo hacen con cuantías escasas: dispares de perdigones que, en ausencia de objetivos claros, no resuelven nada más allá del ruido que provocan. Incluso se han observado casos, entrando por la vía social, de becas a la formación a quienes ni siquiera han accedido al aula, pero que con el derecho a la ciudadanía y con la prestación monetaria han acabado favoreciéndose de tratamientos costosos en nuestros hospitales. Y todo eso no siempre en favor de los más necesitados, sino, a menudo, de los más atrevidos o espabilados para jugar con las normas a que aquí establecemos, y que son tan ambiciosas en el alcance de la regulación que hacemos —por ejemplo en el caso mencionado— como después de difícil control. Poner orden a todo eso es complicado, seguramente, pero aumentar la exigencia de que implica ser ciudadano de Catalunya nos tendría que proteger de nuevas formas de colonialismo cultural. Y si no lo exigimos nosotros, no lo hará el Estado. Él, sin embargo, no lo paga, y el imperialismo de la lengua dominante ya le va bien.