La pensión pública es la principal fuente de ingresos de más de diez millones de personas, y se espera que el número de pensionistas aumente hasta los quince millones en 2050 con la llegada de la generación del baby boom (+50%). Se trata, por tanto, de un reto de grandes dimensiones con mucha incidencia social y económica.

El actual gasto en pensiones, es decir, la transferencia de renta que realiza la sociedad a quienes han finalizado su vida laboral, asciende al 13,6% del PIB. Con este dinero, se mantiene la tasa de reposición más alta de los países de la Zona Euro (77% vs 46,3%), una relación entre la pensión y el último salario fruto de aumentar las aportaciones realizadas por los trabajadores en un porcentaje superior al crecimiento del PIB (3,3% vs 2% anual). Una proporción incoherente con la sostenibilidad de un sistema contributivo de reparto, que se refleja en el actual déficit (1,8% del PIB: 0,9% Seguridad Social y Clases Pasivas, respectivamente) después de haber inyectado un montante de dinero no menor (1,4% del PIB) bajo el indefinido concepto de “gastos impropios”.

Las decisiones adoptadas en los dos últimos años giran en torno a mantener esa tasa de reposición en la cuantía inicial y su posterior mantenimiento en términos reales durante la vida del pensionista. Para ello se ha derogado la reforma de 2013, alegando que el Índice de Revalorización de Pensiones y el Factor de Sostenibilidad reducían las pensiones, cuando el primero era un mecanismo transparente que obligaba al equilibrio financiero utilizando los ingresos y/o los gastos de acuerdo con las preferencias de la sociedad, y el segundo incluía la esperanza de vida para pagar la misma cantidad agregada a las diferentes generaciones y, por tanto, garantizar la igualdad en el trato. Derogar esta reforma se adoptó como una bandera partidista utilizando argumentos en demasiados casos no ciertos.

El relato oficial de la nueva reforma se puede sintetizar en una consigna: con un pequeño esfuerzo es factible mantener la actual estructura para la generación del baby boom, que pagarán los ricos. En mi opinión, no se cumple ninguna de las dos premisas. En cuanto a la medición del esfuerzo se han utilizado condiciones de muy difícil cumplimiento: más de la mitad de los próximos pensionistas, el 55%, se jubilarán voluntariamente tres años después (a los 68 años) y la economía española crecerá un 2% anual real en promedio hasta 2050. Bajo estas condiciones para reducir el numerador y aumentar el denominador, la previsión oficial de gasto en 2050 se limita al 15% del PIB, es decir, un largo periodo de tiempo en el que se jubilará la generación más amplia de la historia reciente se saldará con un aumento del gasto de 1,4 puntos de PIB, cuando en el más reciente lustro (2018-2023) ha aumentado en 1,3 puntos de PIB sin presiones demográficas (de 12,2 a 13,6%)

La primera premisa que difiere la edad de jubilación efectiva se sustenta en una encuesta (sin publicar), multiplica casi por diez el actual porcentaje (no llega al 6%), mientras que la segunda, no tiene en cuenta la mayor parte de las estimaciones de los organismos especialistas en la materia, que manejan una tasa anual máxima del 1,6% anual con reformas estructurales. Por tanto, de no cumplirse sus premisas, el gasto en pensiones podría estar infraestimado en un abanico entre 2,8 y 4 puntos del PIB, y estaríamos no ante un pequeño esfuerzo sino ante uno muy grande, con un gasto en pensiones que puede superar el 16,5% del PIB en 2050. 

Asumido un aumento del gasto, ya se aplica un primer paquete de medidas de aumento de las cotizaciones sociales por valor de 1,4 puntos de PIB: incremento general de 1,2 puntos del tipo de cotización (0,4% del PIB), elevación de la base máxima de cotización del 38% (0,4% del PIB), cuota de solidaridad para quienes superen esa base máxima que oscila entre 5,5 y el 7% (0,1% del PIB) y un aumento no pequeño de las cotizaciones de los trabajadores autónomos (0,5% del PIB) .

La negociación con la Comisión Europea ha finalizado duplicando la subida general inicial del tipo de cotización (de 0,6 al 1,2) y con una cláusula de cierre que apunta a una elevada desconfianza de las autoridades comunitarias en las cifras oficiales, al obligar a cubrir de forma automática cualquier desviación que se produzca por un gasto en pensiones superior al 15% o una recaudación inferior a 1,7 puntos con los nuevos ingresos (ambos en promedio 2023-2050). 

La posibilidad de aplicar esta regla de gasto en 2025 es muy elevada a la vista de la fragilidad de las condiciones utilizadas en los cálculos oficiales. De ser así, si bien es posible cubrir la desviación con más ingresos o menos gasto, una posible inmovilidad del gobierno en la toma de decisiones (DA 2ª), hace que de forma automática aumente el tipo de cotización hasta cubrir la desviación en una quinta parte por año. El esfuerzo adicional exigido en cotizaciones sociales a todos los trabajadores para cuadrar el sistema tiene muchas posibilidades de ser bastante superior al aplicado inicialmente.

Se puede pensar que algunas empresas pueden asumir este aumento, sin embargo, generalizar la teoría de los beneficios excesivos no parece ajustarse a la realidad. Aumentar el coste laboral vía cotizaciones no ayuda a crear empleo, tampoco es una reforma estructural que aumente el potencial de crecimiento de la economía. Más bien puede destruirlo (en torno a 100.000 a tiempo completo por cada punto de PIB de aumento de cotizaciones), en mayor medida en un país con elevado desempleo y con una elevada cotización del empleador (2 puntos de PIB superior a media de la Zona Euro). El argumento de que España tiene menos costes laborales que la media de la Zona Euro (75%) es cierto, pero también es menor su productividad (77%) y, por tanto, aumentarlos sin incrementar esta última no parece una sabia decisión.   

Un más que posible aumento de las aportaciones vía cotizaciones para las próximas generaciones implica un deterioro de la equidad por una triple vía: menos empleo, menos salario neto del trabajador al compensar aumentos de la cuota del empleador, y recibir la misma pensión con una aportación bastante superior. 

La contributividad se deteriora con la reforma, no solo porque incorpora transferencias sin metodología alguna para reducir el déficit, sino también porque transforma una parte de las cotizaciones en impuestos al no tener contrapartida las aportaciones. La reforma tampoco garantiza el equilibrio financiero porque no tiene en cuenta el déficit de inicio y la regla de gasto, tal y como recuerda la AIReF, es incompleta.

La reforma ha quebrado la senda utilizada desde la firma del Pacto de Toledo de aplicar medidas para desacelerar la pendiente de crecimiento del gasto hasta alcanzar un porcentaje del PIB que no absorba una parte excesiva del presupuesto, que ahora ya es una tercera parte. En este punto surge la pregunta ¿es lo mejor y más equitativo para la sociedad española dedicar a pensiones el 17% del PIB o hay otras alternativas? Lo peor de la reforma, no obstante, es el tiempo precioso perdido para adoptar una fórmula que consiga la sostenibilidad financiera del sistema público de pensiones equilibrando la suficiencia de las prestaciones con la equidad en la distribución de los beneficios y los esfuerzos en toda la población. Desde la defensa del sistema público de pensiones como fuente principal de renta de la mayoría, creo necesario apelar a un mayor consenso con mejor información a la sociedad (de lo bueno y de lo menos bueno), utilizando supuestos más creíbles de evolución de los ingresos y gastos del sistema de pensiones.