Cada vez hay una mayor disonancia entre lo que el país dice que quiere hacer –es decir, los consensos sociales y políticos– y lo que acaba ocurriendo, sobre todo en el frente económico y empresarial. Si hiciéramos una encuesta a todas las patronales, a los grupos políticos –e incluso a los sindicatos, probablemente– pidiéndoles que enumeren el Top 5 de oportunidades, es decir, proyectos empresariales de la última década en Catalunya, probablemente habría unanimidad en incluir dos nombres: el Agroparc de Ametller Origen y la fábrica de baterías de Lotte en Mont-Roig del Camp.

De hecho, si intentamos objetivar el criterio y observamos los proyectos privados que más fondos Next Generation podrían captar en Catalunya, también aparecen estos dos nombres, aunque los fondos Next Generation premian proyectos grandes pero, al mismo tiempo, con un componente elevado de sostenibilidad ambiental y sujetos a estrictos criterios de impacto sobre el entorno, tanto de la normativa catalana y española (licencias de actividad, permisos de obra…) como algunos propios de los fondos europeos (como el principio DNSH: Do Not Significant Harm, bastante más exigente en algunos aspectos que una licencia de actividad o un permiso de obra). Por lo tanto, quienes han superado el filtro son proyectos destacados, no solo por su dimensión económica en términos de facturación y puestos de trabajo, sino también porque se generaría este impacto económico en la dirección que los europeos parece que nos hemos fijado, que es la de una elevada exigencia ambiental y social. Si en lugar de tomar como criterio el ránking de los fondos Next Generation lo miramos desde otro ángulo, el de los proyectos declarados como estratégicos por parte de la Generalitat, se han sellado un total de 22 desde la entrada en vigor de la norma hace tres años, de los cuales 19 siguen vivos, entre ellos los dos mencionados, ambos en la parte alta de la lista en cuanto a inversión.

Podríamos pensar que, si de los 19 proyectos que consideramos estratégicos cogemos los que están arriba del todo en la lista; proyectos que a la vez superan los exigentes filtros autonómicos, nacionales y europeos de sostenibilidad e impacto social, que generan cientos de puestos de trabajo y que suponen inversiones que, sumadas, rozan los diez dígitos, los recibiremos con una alfombra roja. Si consideramos que uno de ellos intenta electrificar los coches del único fabricante automovilístico del país y el segundo trata de soberanía alimentaria y cultivo de kilómetro cero, entonces quizá incluso deberían perseguirse desesperadamente. Si, además de todo esto, son proyectos que generan consenso entre las patronales, sindicatos y la clase política –ahora, por lo visto, incluso la CUP dice que quiere hacer industria–, nada debería hacernos pensar que pudiera haber ningún problema, todo lo contrario. Pero sí que lo hay. Hay un problema de grandes dimensiones. Ninguno de los dos proyectos sale adelante porque grupúsculos conservacionistas, numerosos en el recuento de entidades, pero escasos en la suma de los miembros que los componen y, por lo tanto, difícilmente más representativos que el consenso político del país, están aprovechando cualquier resquicio normativo para judicializarlos y, por tanto, eternizar su tramitación. Y las tramitaciones, en el mundo empresarial, no pueden ser eternas: las oportunidades tienen una ventana temporal de tramitación, porque se ajustan a una oportunidad de mercado. Cuando esta ventana se cierra, de poco sirve que lleguen las licencias.

Las tramitaciones, en el mundo empresarial, no pueden ser eternas, porque se ajustan a una oportunidad de mercado

De entrada, parecería que el origen del problema es la existencia de cientos de organizaciones que poco les falta para ser unipersonales y que se dedican a un espectro tan amplio de actividades como organizar talleres de medicina tradicional china y presentar recursos administrativos contra la tramitación de un proyecto estratégico. No es una hipérbole, lo encontraréis en las agendas de actividades de las asociaciones que impugnan las iniciativas mencionadas. Pero, hablando con compañeros de otros países europeos, lo cierto es que en casi todos los lugares podemos encontrar un cierto estrato social dispuesto a boicotear todo lo que no sea puramente contemplativo, es decir, impedir que se hagan cosas. En Catalunya intuitivamente debemos estar en la parte alta de presencia de estos perfiles, pero no mucho más lejos que Países Bajos, ciertas regiones alemanas y ciertas regiones francesas. Pero en esos otros lugares no consiguen frenar iniciativas de un impacto enorme, extremo, para el futuro del país. Entonces, ¿el problema son los juzgados? La jurisprudencia nos indica que la mayoría de intentos de frenar iniciativas análogas en nuestro país ha terminado desestimándose por sentencia, porque suelen tener una base ideológica (el “no a todo”) apoyada en un resquicio jurídico demasiado débil –el problema es que para llegar a la sentencia pasan años, y la ventana de oportunidad de mercado ya se ha cerrado. Pero los juzgados tienen una cierta obligación de admitir a trámite los recursos que no tengan defectos de forma, por lo cual encontramos poco margen de maniobra.

Por eliminación, pues, llegamos a las normas. Hay que abrir el melón del exceso normativo en Catalunya como causa de raíz que hace que no se pueda hacer nada: un entramado jurídico tan extraordinariamente extenso y complejo que genera multitud de resquicios que cualquier grupúsculo con intereses espurios puede aprovechar para eliminar del mapa incluso las mayores oportunidades de país, a pesar de que sus acusaciones terminen rechazadas judicialmente. Sufrimos un exceso normativo autonómico (más de dos y más de tres recursos contra estas industrias mencionan un posible defecto de forma en la tramitación urbanística: no se indica el impacto de género, requisito universal de todas las tramitaciones introducido por la consellera Tània Verge… sin duda, una consideración esencial en el ámbito del urbanismo), pero se suma la inseguridad jurídica del gobierno central, adicto a los decretos-ley por la incapacidad de aprobar nada con mayoría parlamentaria, y los excesos normativos europeos, que todos hemos visto cómo bajan a dictar cuestiones tan trascendentes como si hay una pestaña de aceptación de cookies en las páginas web, si las pajitas son de plástico, si los tapones están unidos a las botellas o si todos los envases tienen un pictograma que indique a qué contenedor deben tirarse –un pictograma que, por cierto, es diferente en cada país europeo.

Queremos hacer cosas, pero no podemos porque nos hemos perdido en el laberinto de normas acumuladas en las últimas décadas. Hasta que no se haga frente a esta barrera, seguiremos acumulando frustraciones colectivas, cada una con su propio matiz: en las últimas semanas, en el caso de Ametller, la conversación trataba de la presencia de águilas protegidas. Habrá más casos, y aparecerán nuevos animalitos: ¡que los árboles no nos impidan ver el bosque!