Cuando hablamos de innovación, a menudo utilizamos la palabra con cierta ligereza, como si cualquier cambio ya fuese innovación. Pero en realidad, la innovación puede entenderse a partir de tres coordenadas básicas: la novedad, la adopción y el impacto.

La novedad es la más evidente: si no hay nada diferente de lo que ya existía, no hay innovación. Pero la novedad, por sí sola, no basta. Muchas ideas brillantes han quedado olvidadas en un cajón o en una patente sin aplicar. Lo que marca la diferencia es la adopción. Una propuesta nueva que no se utiliza es solo una invención o, en el mejor de los casos, un experimento o un piloto. Una innovación es una propuesta nueva que se adopta y crea valor, ya sea monetario, social o cultural.

El tercer elemento, a menudo olvidado, es el impacto. Aquí la distinción es clave: una innovación adoptada pero de bajo impacto puede ser solo una mejora incremental. En cambio, cuando el impacto es alto y transforma mercados o sociedades, hablamos de innovaciones disruptivas o radicales. Estas son las que realmente importan para un país, porque no solo generan beneficios económicos, sino que reconfiguran la manera en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos.

Innovación incremental e innovación radical

La innovación incremental es la más frecuente. Es la mejora continua de un producto, servicio o proceso: desde una nueva versión de un software hasta un cambio en el diseño de un automóvil. Es el territorio natural de los ingenieros, de las empresas consolidadas y de las unidades de I+D. También es el espacio donde triunfa el método científico aplicado a los negocios: pruebas piloto, A/B testing, ajustes constantes.

Esta innovación es necesaria para mantener la competitividad, pero difícilmente genera ventajas sostenidas. Si una empresa introduce una mejora, la competencia puede copiarla rápidamente o llegar a ella por otro camino.

En cambio, las innovaciones radicales generan verdaderos saltos. Permiten a una empresa o un país obtener ventajas duraderas y cambiar las reglas del juego, disponer al menos temporalmente de un monopolio. Y dentro de estas innovaciones hay dos tipos muy diferentes: las que van de 0 a 1 (crear algo completamente nuevo, propias de las startups) y las que van de 1 a n (escalar y expandir, propias de las scale-ups). Son procesos distintos, con lógicas y políticas también diferentes.

El mito del modelo lineal

Cuando hablamos de startups, a menudo aparece un relato que ya se ha convertido en mito: las universidades forman talento, ese talento crea startups, y las startups transforman la sociedad y generan riqueza. Pero la realidad es mucho más compleja, y ese mito es falso.

Esto no significa que no existan emprendedores que decidan iniciar su camino a partir de la experiencia universitaria, que algunos profesores no funden empresas o que determinadas universidades no hayan creado ecosistemas capaces de generar startups. Ahora bien, si observamos la inmensa mayoría de universidades y centros de investigación, y nos preguntamos si realmente son fábricas de emprendedores, la respuesta es clara: no lo son.

Es necesario que los actores del ecosistema crean que es posible hacer innovación radical, lo que se conoce como 'social proof'

De hecho, incluso el propio concepto de “transferencia” de conocimiento es, en gran medida, engañoso. Lo que sí es cierto es que muchas universidades actúan como centros de investigación que desarrollan proyectos, tanto públicos como para empresas, y que estos pueden acabar generando innovación. Es decir, nuevas propuestas que son adoptadas y que crean valor con un impacto real.

La historia nos ofrece muchos ejemplos. Ni Edison, ni Ford, ni Tesla fueron producto del mundo académico. Hoy, las grandes revoluciones —la inteligencia artificial generativa, los coches autónomos, la robótica avanzada— tampoco han surgido directamente de universidades, sino de ecosistemas empresariales dinámicos y de personas dispuestas a asumir riesgos. Entre los fundadores hay muchos dropouts —jóvenes que abandonaron los estudios para seguir su aventura— y también muchos emprendedores en serie, que reinvierten el capital y la experiencia de éxitos previos. La conocida “mafia PayPal”, que dio lugar a empresas como Tesla, LinkedIn o Palantir, es un ejemplo paradigmático.

¿Qué hace falta para crear startups?

Si observamos las sociedades que han logrado crear ecosistemas potentes de startups, encontramos tres condiciones recurrentes: capacidades, expectativas y urgencia.

1. Capacidades

Este es el factor más conocido. Es necesario disponer de talento técnico y empresarial, aceleradoras e incubadoras, capital riesgo (aunque hoy en día es más importante el acceso que la disponibilidad, porque todo es muy global) y la capacidad de formar equipos de alto rendimiento. Esta última es especialmente difícil: reunir personas capaces de trabajar juntas, de manera intensa y creativa, para dar forma a una propuesta de primer nivel.

Muchos países han invertido en capacidades. Europa, por ejemplo, ha creado programas de I+D, hubs tecnológicos y fondos de inversión públicos y privados. Pero aun así, las capacidades por sí solas no garantizan un ecosistema vibrante.

2. Expectativas

Las expectativas son esenciales. Es necesario que los actores del ecosistema crean que es posible hacer innovación radical, lo que se conoce como social proof. Esa confianza suele construirse con ejemplos cercanos: vecinos, compañeros o personas similares que han tenido éxito.

Cuando esos referentes no existen, hay que generar conexiones. A veces se dan de manera natural (como los vínculos culturales entre judíos de Israel y de Estados Unidos, o entre chinos de todo el mundo). Otras veces deben construirse a través de programas de intercambio, conexiones con mercados globales o acceso a capital internacional. Sin expectativas, las capacidades quedan infrautilizadas.

3. Urgencia

El tercer elemento, y probablemente el más difícil de replicar, es la urgencia. Muchos países desarrollados tienen talento y recursos, y también expectativas, pero los mejores graduados prefieren trabajar en empresas consolidadas o en el sector público. Otros se marchan a ecosistemas más atractivos, como Silicon Valley. De ahí que a menudo se diga que el hub de IA de Alemania está en San Francisco, y lo mismo puede afirmarse de Francia.

De los tres factores, este es el más difícil de reproducir. ¿Por qué, en una sociedad donde ese talento podría vivir cómodamente en una gran empresa, alguien decide dedicar doce horas o más al día, seis o más días a la semana, a un proyecto que tiene más probabilidades de fracasar que de triunfar?

La urgencia puede tomar muchas formas. Puede ser colectiva, fruto de una presión externa: sociedades que viven en tensión geopolítica —como Ucrania, Israel o Taiwán— o que aspiran a ser potencias globales —como China— son sociedades más innovadoras. También puede ser individual: entornos donde el futuro no está asegurado y hay que luchar, como en Estados Unidos. Y puede ser cultural: sociedades que valoran el dinamismo, la ambición y la capacidad de sobresalir.

A medida que las capacidades se democratizan y las expectativas se globalizan en un mundo conectado, el verdadero diferencial es la tensión, la urgencia

En definitiva, existe una tensión entre seguridad y riesgo. Si el futuro está demasiado asegurado, disminuye el espíritu emprendedor. Si el riesgo es excesivo, las personas optan por empleos seguros. El equilibrio es frágil.

¿Es este un dilema sin solución? ¿Una sociedad justa, donde todos vivan razonablemente bien, no puede ser una sociedad emprendedora? Ninguno de los dos extremos parece funcionar. Si el riesgo de fracasar es demasiado alto, los futuros emprendedores buscarán “trabajos seguros”. Si no hay tensión, si la recompensa social por construir la próxima startup de éxito no es relevante, tampoco lo hará nadie.

A medida que el mundo avanza y las capacidades se convierten en algo al alcance de muchas sociedades, y las expectativas ya son globales porque vivimos en un mundo conectado, el punto diferencial se convierte en esta tensión, esta urgencia. Y parece ser lo más difícil de reproducir.

El reto europeo

Este dilema es especialmente visible en Europa. Disponemos de grandes universidades, buenos centros de investigación y un talento notable. También tenemos capital disponible y mercados amplios. Pero a menudo nos falta urgencia y, en algunos casos, expectativas. El resultado es que muchos de nuestros mejores emprendedores acaban marchándose a ecosistemas más dinámicos.

A medida que las capacidades se democratizan y las expectativas se globalizan en un mundo conectado, el verdadero diferencial es la tensión, la urgencia. Ese es el factor más difícil de reproducir y, probablemente, hoy el más determinante.

¿Existen otros caminos para ir de 0 a 1? Sí, los hay, pero ese ya será el tema de otro artículo.