La innovación ha sido siempre uno de los motores de la historia. Pero durante milenios fue un fenómeno extraordinariamente poco frecuente, casi anecdótico. Las sociedades competían por el acceso a los recursos, la capacidad financiera, la población o las rutas comerciales, pero casi nunca a través de la innovación.

Todo empieza a cambiar lentamente con la Revolución Industrial. Y después de la Segunda Guerra Mundial, se acelera de forma decidida. Aunque el capital, el talento y el conocimiento siguen siendo fundamentales para competir, la innovación gana protagonismo. Edison o Tesla se convierten en los nuevos iconos. Y hoy, en muchos sectores —si no todos— la innovación es el eje central de la competitividad.

¿Por qué? Porque permite generar ventajas competitivas temporales: mientras solo unos pocos hacen las cosas de una manera nueva, pueden ganar cuota de mercado, consolidar su posición e incluso construir monopolios naturales. Esta ventaja puede durar poco, pero permite construir sobre ella, escalar y consolidar posiciones dominantes. En mercados cada vez más digitales y globales, la innovación puede marcar la diferencia entre existir o desaparecer.

Hoy, innovar no es solo una forma de competir. Es una cuestión de supervivencia.

Tres maneras de innovar

Hay tres grandes formas de innovar. La primera es la innovación en procesos: hacer lo mismo de manera más eficiente. Hoy eso se concreta en el uso de la robótica, los chips, los algoritmos. DJI fabrica sus propios robots, Tesla y BYD diseñan chips que Samsung produce con tecnología de 2 nanómetros —la más avanzada del mundo.

La segunda vía es la innovación en productos o servicios. OpenAI ha convertido el chatbot en una herramienta prácticamente indispensable. Programar hoy implica hacerlo con copilotos, una innovación de OpenAI y Anthropic. Los robotaxis son ya una realidad con Waymo o Tesla.

La tercera manera de innovar es el modelo de negocio: la forma en que se crea y se captura valor. Netflix, las plataformas digitales, las redes sociales —todas han transformado los sectores donde operan.

Hace tiempo que sabemos que para innovar no es necesario inventar. La innovación abierta nos enseña que se puede aprovechar el conocimiento generado por otros. Adoptarlo, adaptarlo y hacerlo propio. El proceso de innovación no depende tanto de dónde surge la idea como de la capacidad de absorberla y llevarla a la práctica.

Para innovar, se necesita talento, capital, seguridad jurídica y, sobre todo, capacidad de crear organizaciones que escalen rápidamente. Y a pesar de los retos, en nuestro entorno no parece que esto nos falte del todo. Tenemos talento, hay acceso al capital, y pese a la rigidez de la administración o la baja movilidad laboral, nada hace pensar que estos sean impedimentos insalvables.

Europa, sin embargo, lleva años conviviendo con una paradoja: en el Green Paper de 1995 ya se bautizó como la “paradoja europea” —una Europa con capacidad científica y talento, pero con un nivel de innovación sistemáticamente bajo. Y esto es especialmente grave en ámbitos como la IA, la nube o la IA generativa, que son tecnologías de propósito general con gran impacto transversal.

Catalunya: capacidades, pero sin impacto

La pregunta, entonces, es evidente: si tenemos las capacidades, ¿por qué no innovamos?

Y no es que no haya habido esfuerzos. Algunos ejemplos:

  • Pacto Nacional para la Investigación y la Innovación (2008)
  • Pacto Nacional para la Sociedad del Conocimiento (2020)
  • Plan Estratégico de Innovación y Transferencia del Conocimiento (2022)
  • Comisión Interdepartamental de Investigación e Innovación
  • ACCIÓ, AGADUR, políticas de innovación municipales
  • Doctorados industriales, redes de I+D+I, planes de coordinación
  • Catalunya Lidera (18.500 M€ en 5 años)
  • Pacto Nacional para la Industria (2022–2025): 2.817 M€

El presupuesto 2024 de la Generalitat preveía 1.000 millones de euros para I+D+I, más los 40 millones del Ayuntamiento de Barcelona. Es decir: muchos esfuerzos, muchos recursos. Y, aun así, la pregunta persiste: ¿por qué, en el año 2025, todavía nos preguntamos por qué no innovamos?

Esta no es una pregunta retórica. Es la gran pregunta. Y como todo lo importante, no tiene una única respuesta.

¿Por qué no innovamos?

Una primera explicación apunta a la falta de capacidades. Es cómoda y operativa. Siempre se puede mejorar. Pero tener capacidades no garantiza que se activen, ni que generen un ecosistema innovador.

Aquí entran las teorías del crecimiento endógeno (Romer, Lucas), que dicen que los países innovan cuando acumulan conocimiento e invierten en I+D. Esto nos lleva a promover el capital humano, incentivar la producción de ideas y reforzar la capacidad de absorción de las organizaciones.

Los Sistemas Nacionales de Innovación (Freeman, Lundvall) intentan describir los micromecanismos de cómo se produce ese crecimiento endógeno: redes de actores, políticas públicas, organizaciones intermedias. Pero, pese a tener esta estructura, a menudo la innovación se queda en el ámbito incremental, lejos de la disrupción real.

Otra explicación son las instituciones. No como entidades, sino como reglas del juego. Las formales y las informales. Las que hacen posibles las interacciones. Acemoglu y Robinson hablan de instituciones inclusivas —que promueven la participación y la movilidad— y extractivas, que concentran el poder y frenan la innovación. Un capitalismo de amiguetes, en el que unos pocos capturan los recursos y el resto se queda fuera.

Pero todas estas teorías, a menudo mecanicistas, pueden dejar de lado lo más importante: el movimiento. La fuerza creativa. Schumpeter hablaba de la destrucción creativa: una sociedad que se reinventa, en desequilibrio constante. Edmund Phelps lo llamaba dynamism: una cultura que premia imaginar, probar, equivocarse, reinventarse.

Quizás la respuesta esté aquí. En la cultura, en los incentivos, en la movilidad. En la capacidad de abrazar la innovación, venga de donde venga. De convertirla en acción, en empresa, en transformación real.

Cierto que tenemos de todo, pero muy atomizado, muy rígido, con los incentivos mal colocados y muy inmóvil, a menudo fosilizado. Seguro que eso nos lleva a menudo a malgastar los recursos en una galaxia de iniciativas sin impacto real, es decir, a tirar el dinero.

Cambiar todo esto será bueno e importante, pero si no cambiamos la cultura, los incentivos y la movilidad, si no pensamos que el problema es adoptar la innovación hecha aquí y fuera, más que inventar, si no podemos crear una sociedad donde florezcan mil flores y ocurran mil cosas, poco haremos.

Seguiremos preguntándonos por qué no innovamos.