Hace años que se habla de ello, de esta muerte silenciosa de los oficios de toda la vida. Cerraron los talleres, y los jóvenes dejaron de interesarse por continuar el negocio familiar, aquel oficio heredado del bisabuelo, aprendido del abuelo y después ejercido por el padre, como si la tradición ya no tuviera lugar en el futuro que les habían prometido. Las herramientas se oxidan, las manos que sabían se hacen viejas, y los pocos que quedan trabajan sin relevo. Y mientras todo esto pasa, el país alimenta obsesivamente el relato de un futuro digital, sin darse cuenta de que este mismo futuro, sin manos dispuestas a trabajar y ensuciarse, simplemente es un frágil castillo de arena que espera aquella ola que algún día lo derruirá.

Tenemos un millón de abogados, economistas y opositores, pero podemos contar con los dedos las personas que hacen de albañil, carpintero, electricista, fontanero, soldador, pulidor, sastre, costurera o cerrajero. Nos sobran títulos y nos faltan manos. Quizás por eso el país hace aguas: porque hemos dejado de admirar a quienes hacen el trabajo ingrato y esencial, aquel que no necesita PowerPoint ni discursos elocuentes para demostrar su valor.

El albañil que levanta paredes cada mañana con el frío que corta. El carpintero que conoce la madera como si fuera su piel. El fontanero que llega cuando todo gotea y nadie sabe por dónde empezar. El soldador que aguanta el peso del hierro y el ruido del mundo, el pulidor que devuelve la vida a aquello que los demás ya darían por perdido. El sastre que cose con la precisión de un relojero, la costurera que arregla lo que se rompe con una paciencia que ya no se enseña. Y el cerrajero, aquel que abre puertas cerradas cuando todos hemos perdido la llave.

Todos ellos son invisibles hasta que los necesitamos. No salen en las portadas, no acumulan seguidores ni premios ni condecoraciones. Pero cuando faltan, cuando los llamamos y nadie responde, el mundo se detiene. Si el país funciona, es también por ellos. Porque alguien, mientras todos hablan de estrategia, gráficos y KPI’s, continúa arreglando la tubería.

Vivimos la muerte silenciosa de los oficios de toda la vida. Las herramientas se oxidan, las manos que sabían se hacen viejas y los pocos que quedan trabajan sin relevo

Nos hicieron creer que un título universitario era el pasaporte al futuro: un trabajo estable, un buen sueldo y tiempo libre. Pero estas historias, hoy, solo viven en los libros de ficción. Mientras miles de licenciados hacen cola en las oficinas del paro o encadenan prácticas mal pagadas, quienes optaron por la FP o por los trabajos con las manos están hoy en el centro del mercado laboral. Según el Servei Públic d’Ocupació de Catalunya, más del 60% de las empresas tienen serias dificultades para encontrar personal para trabajos técnicos y manuales, mientras un 17% de los universitarios menores de treinta años continúan en proceso de búsqueda o sometidos a la más absoluta precariedad laboral.

El 3 de noviembre de 2025, El Periódico publicaba los datos de Cronoshare, la plataforma que conecta clientes y profesionales, que confirmaban lo que ya era un secreto a voces: los oficios tradicionales han dejado de ser sinónimo de precariedad para convertirse en una rareza bien pagada. Los electricistas cobran entre 2.500 y 3.500 euros al mes, los fontaneros entre 2.000 y 3.500, los carpinteros hasta 2.900 y los pintores cerca de 2.300. Nos dijeron que el conocimiento era poder, pero nunca nos dijeron qué conocimiento haría falta

En Cataluña, la Formación Profesional Dual supera el 67% de inserción laboral, mientras los graduados universitarios mantienen una media inferior en muchos sectores. Y si ampliamos la mirada, en Europa la situación no es diferente: en Alemania, Austria o Suiza, la FP es un camino de éxito y prestigio. Aquí, en cambio, todavía se ve como una opción “menor”. Una percepción que no solo es injusta, sino que pone en riesgo el relevo generacional de los oficios y el equilibrio productivo del país.

Esta es la gran contradicción de nuestro modelo laboral: hemos asociado el éxito con un título académico, y hoy el mercado nos lo desmiente. Los profesionales que trabajan con las manos están en el núcleo de la actividad económica real, mientras muchos titulados buscan su lugar en un mercado saturado de currículums pero hambriento de habilidad y conocimiento práctico.

El país alimenta el relato de un futuro digital sin darse cuenta de que este futuro, sin manos dispuestas a trabajar y ensuciarse, solo es un castillo de arena

Hemos convertido el trabajo manual en algo menor, en un último recurso. Y nos equivocamos. No hay nada más noble que dominar un oficio, conocerlo a fondo, hacerlo con el cuidado y la dignidad de quien sabe que su trabajo tiene un valor tangible. Hemos querido ser todos directivos, pero cuando se estropea la realidad, no hay nadie que la repare.

No, no es nostalgia. Es reconocimiento. Nuestros abuelos lo sabían: un país no se levanta con discursos, sino con brazos, con herramientas y con esfuerzo. Con gente que llega temprano y se va tarde. Con gente que aprende haciendo, que se equivoca, que mejora, que enseña. Gente que no necesita que le digan que es “indispensable”, porque ya sabe que sin su granito la rueda no gira.

Vivimos en una sociedad que ha sustituido el orgullo por el ego, la paciencia por la inmediatez y el conocimiento profundo por el tutorial rápido. Y, mientras tanto, los oficios se apagan. No porque hayan dejado de ser útiles, sino porque ya no sabemos mirarlos. Nos hemos alejado tanto del trabajo manual que incluso nos incomoda ver a alguien ensuciarse las manos.

Pero el futuro —el de verdad— no es tan solo digital. El futuro también es físico, concreto, palpable. Será de quien sepa hacer, de quien mantenga vivo el oficio, de quien continúe amando aquello que él hace con las manos y que antes habían hecho sus abuelos y bisabuelos. Porque un país que pierde sus oficios pierde mucho más que trabajadores: pierde su identidad, su memoria y su equilibrio.

Hemos querido ser todos directivos, pero cuando se estropea la realidad, no hay nadie que la repare

Hay que volver a hablar de orgullo. No del que se exhibe, sino del que se gana cada día con trabajo bien hecho. Orgullo de albañil, de carpintero, de electricista, de fontanero, de soldador, de sastre, de costurera, de cerrajero. Orgullo de todos aquellos que no buscan reconocimiento, solo respeto. De los que, sin hacer ruido, continúan sosteniendo el mundo real mientras el resto hablamos del virtual.

Reivindico la dignificación de los oficios, un equilibrio sereno entre quien pinta una fachada y quien trabaja en un software, entre quien revisa los circuitos de un coche con las manos untadas de grasa y quien expone una teoría ante una audiencia de expertos. Solo así podremos decir que hemos entendido qué significa, realmente, construir un país.