El encadenamiento de elecciones a nivel local, autonómico y nacional acompaña nuestra vida de una continuada propaganda de los partidos políticos para convencernos de la bondad de sus propuestas. Esta campaña interminable ha convertido también el análisis político en casi una especialidad en los medios de comunicación. Esta columna es una prueba de ello.

En este contexto sería lógico pensar que este largo proceso ha generado amplios y profundos análisis sobre todo tipo de políticas que atañen a la calidad y bienestar de los ciudadanos españoles, acompañados de competentes debates planteados desde todos los puntos de vista posibles. Debería ser así, pero en mi opinión no lo ha sido y será muy difícil que lo sea en esta época donde “el pensamiento líquido” tiene cada vez más protagonismo. Así, seguimos sin conocer cuestiones tan necesarias como cuál es el modelo de estado que se propone incluyendo por ejemplo ¿qué se entiende por un modelo federal? Tampoco conocemos el nivel de servicios públicos necesario para alcanzar el difuso e incuantificable término de digno, para así conocer el modelo tributario adecuado a ese patrón redistributivo. Sería también muy útil conocer cómo se puede mejorar la educación para avanzar en productividad pero también en disminución de la desigualdad en la población.

Analizar los motivos de este comportamiento sería muy interesante, pero esta tribuna de opinión tiene un objetivo más modesto y quiere llamar la atención en un espacio determinado: la incidencia de la gestión del empleo público en la eficacia del sector público.

Como comentaba en una tribuna anterior la presencia del sector público en la economía española es muy importante con un gasto promedio anual del 43,2% del PIB. Derivado de una opción de política económica elegida por la mayoría (aunque tengo dudas que se haga de forma tan analítica), estos recursos se dirigen a desplegar muchas políticas, entre las que se encuentran la sanidad, educación y pensiones como destinos con presupuestos más abultados.

Dado el gran protagonismo del sector público al ocupar un porcentaje tan relevante de la producción (renta) nacional y su financiación con los impuestos pagados por los ciudadanos o con la emisión de deuda que también deben afrontar estos, parecería conveniente pararse un poco a pensar en su funcionamiento, con el propósito de conseguir mejoras en su eficacia y eficiencia. Se trataría de superar su valoración al peso, es decir, limitada tan solo a gasto en puntos de PIB.

Evidentemente, evaluar el funcionamiento del sector público es una tarea hercúlea que en primer lugar necesita de voluntad, un propósito también demasiado ambicioso para una tribuna de opinión. Voy a concentrarme en un aspecto concreto: la gestión del empleo público, desde mi experiencia de 5 años como alto cargo en dos administraciones públicas diferentes.

Lo primero que quiero rechazar es la aseveración de que los empleados públicos son todos unos vagos y no trabajan. Esta acusación es una leyenda una urbana, un bulo lanzado por algunas personas que les aseguro no van a poder probar. Una buena parte cumplen con sus obligaciones, y un porcentaje no pequeño trabaja por encima de esas obligaciones. Evidentemente, hay una porción que no cumple con sus obligaciones, y aquí aparece una materia de reflexión asociada: es casi imposible penalizar esa actitud. En la norma cabe la posibilidad de hacerlo, pero en la práctica, háganme caso, es prácticamente imposible porque este colectivo suele gozar de una gran protección, sustentada habitualmente en que en el objeto que pretende quien inicia el procedimiento es privatizar el servicio público. Asunto solucionado, una cosa menor se tapa con otra mayor (aunque no sea cierta).

En la realidad subyacen argumentos mucho más potentes. En una ocasión un trabajador me lo explicó de forma rotunda, él era indefinido y yo temporal. Tenía razón, mi mandato tenía término antes o después y el suyo se agotaba cuando accediera a la jubilación. Es verdad que la función pública (no confundir con todos los empleados públicos) necesita estabilidad para evitar capturas partidistas, pero todas las posiciones necesitan límites para no incurrir en abusos individuales.

Como detonante de la situación del mal (o nulo) cumplimiento de las obligaciones por esa parte de los empleados públicos, aparece también la posibilidad de la incompetencia del jefe que complica el ejercicio del trabajo de los empleados públicos a su cargo. No obstante, también existen personas con responsabilidad de jefatura competentes y honestas que deben afrontar la situación descrita.

La existencia de empleados públicos que no cumplen con sus obligaciones tiene varias consecuencias negativas. La primera es de simple justicia en el trato porque reciben una remuneración sin asumir la necesaria contrapartida. Esta sería suficiente, pero las hay peores; una de ellas que mina la moral de las personas que trabajan y más aún de las que trabajan mucho y, bien, a las que desgraciadamente tampoco es fácil mejorar su retribución. En todo caso como me decía un amigo, no se trata de incrementar el coste para el ciudadano pagando más a quienes cumplen con sus obligaciones, sino de penalizar a quienes no lo hacen.

Continúo con esta incómoda reflexión. Las personas responsables de los departamentos suelen hacer rápidamente una lectura de la situación (no voy a poder con los que no trabajan) y termina por encargar cada vez más tarea a las personas que más trabajan. Es cierto que el carácter y voluntad de la persona son elementos muy influyentes en la actitud ante el trabajo, en el ámbito privado y público, pero también lo es que existe el agotamiento ante el agravio comparado. También ante un trato injusto del responsable de turno. Este peligro existe y la consecuencia fatal es la pérdida de interés de las personas valiosas, dicho en palabras más coloquiales, el problema es quemar a estas personas con la consiguiente pérdida en la eficacia del sector público.

Por este motivo es decepcionante que los partidos y organizaciones sociales que más defienden la presencia del sector público en la economía no incluyan en sus programas y actuaciones propuestas detalladas para abordar este problema. Su posición habitual es solventar el tema pidiendo más recursos públicos sin abrir un mínimo debate sobre este problema superando la maniquea fórmula de diferenciar a los buenos (todos los trabajadores sin excepción) y los malos (los gestores y/o el sistema capitalista).

Por eso, sería muy útil que como programa de mínimos se incorpore la obligada evaluación profesional de los altos cargos, pero también y al mismo nivel incorporen las medidas (no son solo normativas) para evitar disparar (y posiblemente) matar al pianista, porque estas personas son imprescindibles para que funcione el sector público. Una coda, no menor, la defensa de lo público por la sociedad está directamente relacionada con su utilidad para la población. La falta de solución a las graves deficiencias en la eficacia puede tener repercusiones peligrosas sobre el papel y protagonismo del sector público en el futuro.