Los medios de comunicación y las redes sociales muestran posiciones cada vez más polarizadas sobre el protagonismo de lo privado o de lo público, presentándolas en demasiadas ocasiones como modelos enfrentados para solucionar los problemas de la economía (y sociedad) española. El horizonte cercano de unas elecciones, en este caso generales, tensa aún más las posiciones acompañándolas de una larga relación de promesas, muy pocas veces cumplidas por sus proponentes.

Basta observar el nivel de presencia del sector público con un gasto equivalente al 47,1% del PIB, para comprobar que en España no gobierna un modelo neoliberal, como se denuncia desde uno de los polos. Tampoco se puede decir que el sector público esté perdiendo protagonismo con el paso del tiempo porque el promedio desde 2000, periodo en el que ha habido ciclos expansivos y de crisis, ha sido el 43,2% del PIB con una tendencia creciente (ver gráfico). Lo que sí es cierto es el poco cariño que le tiene la sociedad española a la sostenibilidad de las cuentas públicas al acumular continuados déficits sin que reine preocupación por el crecimiento de la deuda pública (113,2% del PIB en 2022).

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El argumento sobre una mejor marcha de la economía sin presencia del sector público también puede ser objetado. Es conocido que, en ocasiones, no pocas, el mercado no funciona bajo criterios de competencia perfecta incluso en ocasiones directamente no existe mercado, con el consiguiente excesivo poder de algunas empresas. Las posiciones oligopolistas e incluso de monopolios que imponen un precio superior al óptimo, no nos son ajenas. En estos casos la presencia del sector público puede mejorar la eficiencia de la economía, es decir, mejorar la producción y la equidad en la distribución de los esfuerzos y los beneficios.

Parece difícil que sin una regulación pública se alcanzara una educación generalizada hasta los 16 años o que toda la población pudiera disponer de servicios sanitarios adecuados y con una mínima calidad. Otra cosa bien distinta es dar por hecho, que por la sola existencia de lo público se cumpla con los objetivos pretendidos (y publicitados) o que el precio pagado por los ciudadanos (cubierto con impuestos o deuda) no se pueda mejorar.

De una forma intuitiva se podría identificar una ventaja en la gestión pública derivada de la desaparición del beneficio necesario para retribuir el capital privado invertido. Así, esa cantidad ahorrada podría ser utilizada para producir más bienes o proporcionarlos a menor precio a las personas. En la práctica, sin embargo, esta conducta no siempre es cierta. No es así cuando se utiliza más empleo del necesario al no cumplir con sus obligaciones una parte de las plantillas (que se escaquean sin riesgo de castigo), cuando hay un abuso de conductas burocráticas en el funcionamiento, cuando se genera clientelismo, se incurre en corrupción en la contratación, o se aplican criterios estrictamente electoralistas a las políticas públicas. 

En todos estos casos nos encontramos con una figura, los fallos de gobiernode forma que decisiones adoptadas para en teoría superar los fallos de mercado no benefician a los ciudadanos y el bien común de la sociedad, el único objeto a buscar. De aparecer los fallos de gobierno, desafortunadamente algo demasiado habitual, los beneficios teóricos de la producción pública respecto a la privada se diluyen al habérselos apropiado una minoría en detrimento de los intereses de la mayoría de la población.

En ambos casos, en lo público y en lo privado, unos pocos ganan lo que debería ir a la mayoría, con la diferencia de ser distintos los pocos. Algunos identifican como ricos a la empresa privada frente a considerar personas normales a las del sector público. La realidad no es siempre así porque los accionistas de las empresas privadas también son personas normales y los apegados al clientelismo pueden no serlo tanto. Lo importante en última instancia es que la ganancia no llega a la mayoría y, por tanto, la conclusión debería ser que cosas cambiar para que así sea.

Creo que ninguna de las posiciones radicales mencionadas es una opción útil para la sociedad española, y una posición mixta estaría más cerca del óptimo, con un peso entre lo privado y lo público que dependerá de las preferencias de la sociedad y del grado de eficacia y equidad lograda en la gestión. Todo ello, contando con un funcionamiento suficientemente eficaz de los diferentes agentes dentro de un marco institucional sólido y estable. Dicho así, el objetivo parece fácil de alcanzar, pero las condiciones enumeradas son de muy difícil cumplimiento. Se me ocurren algunas cuestiones a debatir ¿qué modelo de estado queremos? ¿Disponemos de una estructura institucional sólida? ¿Las administraciones públicas son eficaces y eficientes y están al servicio de los ciudadanos? ¿La estructura de gasto público por políticas es la mejor para la mayoría? ¿Qué patrón impositivo queremos para asumir las obligaciones de gasto? ¿Cómo se mejora la productividad para crear más renta? ¿La formación tiene la calidad necesaria para facilitar la igualdad de oportunidades de las personas? ¿La negociación colectiva es eficaz para conseguir flexibilidad interna y una distribución razonable de la renta generada? ¿Se dispone de herramientas para ampliar la dimensión y el valor añadido de las empresas? Me temo que ninguna de ellas va a estar entre los temas que se tratarán en la campaña electoral.