LeapFrog: personas ordinarias haciendo cosas extraordinarias

- Antoni Olivé
- Barcelona. Sábado, 10 de mayo de 2025. 05:30
- Tiempo de lectura: 2 minutos
Durante varios cursos discutimos en clase un caso sobre LeapFrog, una empresa estadounidense que diseña, fabrica y vende juguetes educativos, la mayoría de los cuales incorporan chips para emitir sonidos. Del caso me interesaba especialmente la manera en que Mike Wood, el fundador de la empresa y creador de algunos de los productos, identificó la oportunidad de negocio. Wood era socio de un despacho de abogados especializado en tecnología que se ocupaba de constituir empresas, buscar inversores y solicitar patentes para sus clientes emprendedores. En la época en que ayudaba a su hijo de tres años a asociar las letras del alfabeto con los sonidos correspondientes, uno de los socios del bufete le mostró el prototipo de un chip que se podía integrar en cualquier producto para emitir sonidos. Por ejemplo, en las tarjetas de felicitación por cumpleaños, muy populares en EE. UU.
Wood 'conectó los puntos' (emprendimiento + chip + aprendizaje del alfabeto) y tuvo un destello de inspiración: ¿por qué no diseñamos un juguete de plástico con las letras del alfabeto que incorporen un chip que emita el sonido correspondiente cuando se presionen? En sus ratos libres, Wood desarrolló un prototipo que mostró a varios clientes potenciales y constituyó LeapFrog junto con otros socios. En 1995 la empresa lanzó al mercado el Phonics Desk, ‘el alfabeto que habla’, una especie de tableta con letras que sonaban cuando los niños las presionaban. En siete años la empresa se convirtió en el tercer fabricante de juguetes de EE. UU., solo por detrás de Mattel y Hasbro. El segundo producto, el LeapPad, fue el juguete más vendido en EE. UU. durante la campaña de Navidad del 2000. Se podían insertar cuentos interactivos y el dispositivo ‘hablaba’ cuando con un puntero se tocaba una palabra o una imagen.
LeapFrog se benefició de un cambio en la pedagogía de la lectura hacia la fonética que se produjo durante los años noventa. Cuando los niños aprendían a leer se enfatizaba la conexión entre letras y sonidos. La compañía vendía tanto a familias como a escuelas, aunque al principio costó que las escuelas se tomaran en serio la propuesta de una empresa de juguetes. Además de convencer a los padres, tenían que convencer a los maestros. También tuvo que luchar contra las características intrínsecas de la industria del juguete: mercado maduro, ventas estacionales e impredecibles, artículos de moda efímera, dominio de los canales de distribución por parte de cadenas y minoristas que ofrecen descuentos y precios bajos, competencia asiática incipiente...
Mike Wood era socio de un despacho de abogados cuando identificó la oportunidad de negocio: conectó los puntos y tuvo un destello de inspiración
Antes de lanzar un producto, LeapFrog se hacía cuatro preguntas: ¿hay una necesidad de aprendizaje? ¿Se aplican las mejores prácticas en aprendizaje? ¿La tecnología mejora el proceso de aprendizaje? ¿Los padres lo comprarán a ese precio? LeapFrog hizo algunas elecciones estratégicas interesantes: generaba ingresos por el dispositivo y por el contenido. Se podía uno suscribir y la empresa proporcionaba contenido nuevo semanalmente. En contra de lo habitual en la industria, la investigación y el desarrollo estaban internalizados. Tenía un consejo asesor de expertos en educación y un tercio de la plantilla tenía experiencia en el sector educativo.
Estos días he sabido que Mike Wood falleció hace poco, a la edad de 72 años. Después de unos años de no llevar el caso al aula he descubierto también que se jubiló en 2004, a los 51 años, cuando LeapFrog alcanzó el umbral de los mil empleados. Dejó la empresa porque, según él, ya no se veía capaz de resolver satisfactoriamente los problemas que la gestión diaria le planteaba. Pero durante estos años ha estado haciendo lo que quizás más le llenaba: como maestro voluntario, ha enseñado a leer a los niños de una escuela pública con una mayoría de alumnos de familias con dificultades económicas. Obviamente, lo hacía con la ayuda de los productos de LeapFrog, que compraba con dinero de su propio bolsillo.
El final de la historia es triste porque Wood tenía Alzheimer y tomó la decisión de morir en Suiza, lejos de casa, donde el suicidio asistido médicamente es una práctica legal.
La cultura emprendedora de EE. UU. está llena de relatos como este. Narrativas que a veces nos presentan a algunos emprendedores como superhéroes, pero a veces nos cuentan la trayectoria de personas ordinarias que han hecho cosas extraordinarias.