En época de acuerdos presupuestarios, los políticos negociadores dan por buenos muchos tópicos que son de dudosa virtud. Todo se arregla, parece ser, incrementando partidas de gasto público, y sociales en particular, no siempre de manera lo bastante discriminada. Como decía Fuentes Quintana, del gasto hay que conocer los apellidos, su paternidad, de dónde se ha nutrido. Hay que mirarle el ADN, la genética, para ver si vale lo que cuesta. Y eso comprende considerar tanto los beneficios como los costes, y analizar así conjuntamente la eficiencia y la equidad de las partidas: si cumplen su función y si favorecen a quien realmente más lo necesita. Pero también la manera como se financia.

No se trata en todo caso de utilizar estos argumentos para disminuir el gasto social, sino para primar sus dinámicas y fijar prioridades. Hay que pensar en qué se gastará cada euro que se alcance en recaudación. Y, por eso, iría bien contar con agencias de evaluación independientes. En especial con respecto a la sanidad. Si no se pone orden a la capacidad que tiene el gasto sanitario de crecer, tanto en tecnología, en conocimiento, como en volumen, por el crecimiento demográfico, esta puede acabar arrastrando el resto de partidas del gasto social que son incluso más redistributivas que las de la sanidad pública. Con respecto a la sanidad privada, es normal que en una sociedad desarrollada que exige mucho de su sistema de salud, y donde entran en juego elementos ajenos a "la objetividad terapéutica", como "la calidad percibida", el gasto financiado privadamente aumente.

Pero si eso se hace desde un catálogo público no bien estructurado ni evaluado, si las listas de espera crecen sin una priorización, con aquello de que "el primero que llega es el primer servido", se genera una inquietud que, bien aliñada por el marketing de la sanidad privada, puede mejorar bastante la suscripción de pólizas de seguro y dualizar el sistema sanitario. Lo que no es normal es que, delante de la avalancha de nuevos tratamientos que los profesionales de la salud confrontan, el sector público tenga una actitud relativamente pasiva y no anticipativa. Con actitud reactiva, los hechos consumados aumentan sin cesar la factura presupuestaria.

En todo caso, siempre hay que mirar los dos lados del presupuesto a la hora de evaluar si una determinada partida social redistribuye de manera adecuada los recursos. Cuando aumenta el gasto sanitario hay que ver de entrada en qué se concreta. No es lo mismo que crezca en atención primaria que en especializada, que se refleje en un incremento de la compra indiscriminada de medicamentos o en un incremento de salarios, o en la apertura de dispositivos de salud en zonas rurales. Sin conocerlo, no se puede saber cuál es la incidencia redistributiva.

Pero el análisis no se acaba aquí. Aunque se consiga esta redistribución por el lado del gasto, porque se ha afinado mucho en el destino, hay que mirar después cómo esta se financia, porque es probable que este euro que cuesta tanto levantar venga con un sello de regresividad fiscal, porque se ha subido el IVA o los impuestos especiales, o ahora los medioambientales. Por lo tanto, hay que estar muy seguro de que la regresividad que se introduce por el lado de los ingresos se compensa de sobra con progresividad por el lado del gasto. Si se financia a través de impuestos indirectos (como el IVA o los que recaen sobre determinados bienes como los hidrocarburos o la electricidad) "se introduce regresividad" porque se carga una proporción mayor a las rentas bajas; les supone un esfuerzo mayor. Si se aumentan los ingresos por medio de los impuestos directos, también se corre un riesgo. Ahora mismo, las rentas de trabajo están peor tratadas que las rentas de capital (rendimientos financieros, intereses, arrendamientos, ganancias de capital en general...), por aquello de que si se presiona mucho el capital, este se deslocaliza. Son estas las dos variables, así, que hace falta tener en cuenta. Si se gasta de manera indiscriminada y se ingresa a través de impuestos indirectos se puede acabar teniendo un impacto regresivo sobre el bienestar de la ciudadanía.

Notamos también que cuando se habla de redistribución se suele juzgar desde la diferencia entre la desigualdad antes y después de la intervención pública con impuestos, servicios públicos y transferencias. Por eso, aparenta que las pensiones son el elemento más redistributivo de nuestro sistema. Pero eso es erróneo: las pensiones son redistributivas por volumen, porque suponen el 12% del PIB. Pero por euro gastado no son las más redistributivas. La vivienda lo es mucho más, de manera que cuanto más selectivas y menos universales sean los gastos sociales, cuanto más identifiquen a los beneficiarios, más incidencia redistributiva tendrán.

En cualquier caso, España es uno de los países que reiteradamente, incluso cuando la economía iba bien, gasta aquello que no ingresa. Como no ha querido, podido o sabido exigir más cumplimiento fiscal, el déficit fiscal, que se puede llegar a pensar se justifica por la equidad del gasto social, resulta fuertemente inequitativo intergeneracionalmente. Financiar vía deuda quiere decir que los más jóvenes, antes de pagar los gastos corrientes por los beneficios sociales a los cuales aspiran, tendrán que hacer frente a los costes financieros de la deuda pública generada.

No tiene lógica redistribuir sin más en favor de una generación cuando es obvio que el coste financiero de la deuda afectará a muchas otras generaciones todavía no nacidas. En este sentido, tiene lógica gravar tanto el patrimonio como las sucesiones. Tiene sentido cuando las rentas de capital están siendo mejor tratadas que las de trabajo. Si no se grava el flujo (el rendimiento del capital), se tiene que gravar el stock (los acumulados). Lo reconoce incluso The Economist. El de sucesiones es un impuesto que legitima el sistema capitalista, porque es la única manera de demostrar que el sistema es meritocrático, que nadie sale con una ventaja o un handicap que deslegitime las consecuciones obtenidas desde el esfuerzo.