El mundo entero ya había vivido un período – una legislatura, de hecho – con unos Estados Unidos gobernados por Donald Trump. Históricamente, cualquier matiz en la gobernanza de quien hasta hace muy poco tiempo había sido considerada la primera potencia mundial ha tenido una trascendencia directa sobre el día a día de cualquier otro lugar, y la primera etapa de Trump no estuvo exenta de estas influencias e impactos. Pero no tuvo nada que ver con la actual reedición.

El segundo mandato de Trump es un verdadero huracán, una oleada de cambios profundos, a menudo propios de una historia de ficción, que pone patas arriba las cuestiones más básicas del orden internacional y rompe todas las convenciones diplomáticas. Dar un puñetazo sobre el tablero de ajedrez y provocar el movimiento de todas las piezas a la vez genera un desorden difícil de modelizar: no sabemos, todavía, dónde quedará posicionada Catalunya en este nuevo orden; de hecho, tampoco podemos vislumbrar cuál será exactamente el nuevo orden, en la medida que parece evidente que el presidente tendrá que rebajar las pretensiones de gravar las importaciones chinas con la descomunal intensidad actualmente vigente, pero tampoco parece plausible que se vuelva a un escenario de comercio relativamente libre entre China y Estados Unidos.

El segundo mandato de Trump es un verdadero huracán, una oleada de cambios profundos, a menudo propios de una historia de ficción

Se ha escrito y hablado en profundidad de todo lo que tiene a perder Catalunya en este juego. De hecho, es evidente: muchas empresas catalanas son exportadoras a Estados Unidos, desde vino y productos agroalimentarios hasta electrónica, componentes de automoción y toda clase de otros bienes. Es esperable que una parte significativa de este flujo no aguante el recargo de los aranceles propuestos, y, por tanto, haya una bajada de demanda de estos productos – una mala noticia para el tejido productivo catalán.

Se ha hablado menos, sin embargo, de otra probable mala noticia vinculada a todo este alboroto: las industrias catalanas pueden sufrir las graves consecuencias de tener unos mercados internacionales inundados de excedentes chinos, ya sean productos que estaban fabricados pensando en ser vendidos en Estados Unidos y que los aranceles de Trump han hecho imposible, como de bienes resultantes de unas capacidades productivas dimensionadas con el mercado norteamericano en mente, y que ahora resultan excesivas. El mundo industrial tiene fuertes inercias; por lo tanto, las fábricas que se han quedado sin demanda no se detendrán de un día para otro: agonizarán durante un buen tiempo, y en este tránsito pueden pasar por encima de más de un homólogo catalán.

Todos sabemos (o casi todos, debería decir: debates como el de los precios de la vivienda parecen querer enmendar estas certezas) que un exceso de oferta propicia, a demanda constante, una disminución de los precios. Y en la Europa de 2025, castigada por las crisis del coronavirus y los costes energéticos extraordinariamente elevados que todavía persisten tras el estallido del conflicto de Ucrania, no vamos sobrados de márgenes empresariales, por lo cual el escenario dibujado genera una grave preocupación por la posibilidad de ver márgenes negativos a causa de la presencia de excedentes productivos chinos en nuestro entorno.

Las industrias catalanas pueden sufrir las graves consecuencias de tener unos mercados internacionales inundados de excedentes chinos

Catalunya también tiene algunas cartas ganadoras en esta partida. Una de ellas es la sustitución de proveedores chinos de empresas de Estados Unidos, dado que los mayores aranceles que se plantean para importaciones de China en comparación con las importaciones de Europa nos hacen ganar competitividad relativa. Permitidme compartir un ejemplo personal: en nuestra empresa, hace más de dos años que mantenemos conversaciones con un potencial gran cliente americano que actualmente compra en China. No acababa de dar el paso de trasladar compras de China a Catalunya, aunque fuera parcialmente. Su departamento de compras tenía motivos para criticarlo: nuestra oferta era alrededor de un 10% más cara que la china, una vez puesto el producto en destino. El departamento de marketing tampoco lo acababa de ver con buenos ojos: el producto chino aprovechaba el bajo coste de la mano de obra para hacer una operación de empaquetado manual que permitía mezclar modelos de diferentes colores con un determinado orden que los hacía atractivos, mientras que el empaquetado automático de Europa forzaba un reparto uniforme de los elementos, menos divertido. El huracán Trump ha hecho saltar por los aires los comentarios de los departamentos anteriores y ahora todo son prisas por comprar en Catalunya: el ahorro es de más del 100% del coste del producto; es decir, les costará la mitad comprarnos a nosotros que seguir comprando en China. He aquí un potencial viento de cola para las empresas catalanas que probablemente se replicará en otras empresas.

De todo ello también podemos extraer una importante lección: lo que le faltaba a nuestro potencial cliente americano era un departamento de riesgos. Sus integrantes habrían validado la oferta catalana, a diferencia del director de compras o del jefe de marketing, porque tenía una virtud oculta: permitía a su empresa ser más resiliente, tener más opciones de supervivencia mediante la reducción de la dependencia de una sola geografía. Lección aprendida. Y vosotros, ¿tenéis departamento de riesgos?