Esta semana, Ibiza ha retirado todas las licencias de apartamentos turísticos en Airbnb. Es la primera provincia que lo hace, y no será la última. Varias ciudades han iniciado procesos similares: limitaciones, moratorias, anulaciones de licencias o nuevas exigencias para mantenerlas.

Se exhibe como una respuesta legítima a un problema social y un triunfo de la política de corte progresista que defiende a los pobres desamparados del insaciable liberalismo. Políticas para garantizar el acceso a la vivienda habitual.

Ya.

Es cierto que muchas familias, especialmente las jóvenes, tienen enormes dificultades para encontrar un piso donde vivir en zonas de alta presión turística. Ahora bien, no confundamos la causa con el efecto. El acceso a la vivienda no es el resultado de un abuso de mercado, sino de un fallo estructural en la capacidad del sistema para generar suficiente oferta. Y cuando se produce un fallo estructural, la solución no puede consistir en destruir la seguridad jurídica de quienes actuaron e invirtieron cientos de miles de euros conforme a la ley.

¿Cómo puede confiar un inversor en un sistema donde las reglas cambian sin mecanismos de amortiguación?

Cuando una persona adquiere un inmueble con intención de rentabilizarlo mediante el alquiler turístico o cualquier otro, lo ha hecho en base a un marco normativo. Ha pagado impuestos de transmisión, notaría, registro, tasas. Calculó su inversión conforme a los ingresos que podrá generar y al valor razonable del activo. Si a posteriori el Estado modifica las condiciones de uso del inmueble, y regula los precios, restringe su rentabilidad, y está recortando de facto el derecho económico del propietario.

Un ejemplo. Alguien compra un apartamento por 500.000 euros, paga 10% de impuestos, más todos los gastos asociados. Su plan es alquilarlo por semanas, conforme a la normativa vigente. Dos años después, el ayuntamiento cambia las reglas: prohíbe el uso turístico o limita su renta a un alquiler social. El rendimiento previsto desaparece. El valor de mercado del activo cae. ¿Quién compensa esta pérdida? ¿Cómo puede confiar un inversor en un sistema donde las reglas cambian sin mecanismos de amortiguación? Y le dan una moratoria de cinco años. Es decir, nada, considerando los plazos de recuperación de la inversión de los activos inmobiliarios.

El argumento es que por delante de su beneficio individual va el problema social de la vivienda.

Eso es una falacia.

Lo que se está haciendo es transformar un problema social en un problema de seguridad jurídica. En un Estado de Derecho, las normas no deben ser armas de retroceso. Si se considera que determinadas formas de uso de vivienda deben restringirse en beneficio del interés general, esa decisión ha de ir acompañada de instrumentos de compensación. Por ejemplo, bonificaciones fiscales. O periodos transitorios mucho más amplios. O sistemas de indemnización por pérdida de valor. Si una norma reduce de manera sustancial la rentabilidad o el valor de un activo comprado de forma legítima, esa pérdida debería ser reconocida.

Sí, ya sé que es imposible. Pero es que lo contrario nos lleva a una deriva peligrosa: que cualquier normativa puede cambiar de un día para otro, afectando a quienes tomaron decisiones económicas bajo un marco que ya no existe. Nos estamos acostumbrando y normalizando a que se legisle con retroactividad fáctica. Y esto erosiona el pilar central de una economía saludable: la confianza y la seguridad jurídica.

Un fallo de mercado mal gestionado acaba siendo un problema social. Pero un problema social mal enfocado acaba destruyendo el mercado

No estoy negando la gravedad del problema social. Ni defiendo un modelo urbano desordenado o sin límites. Pero sí afirmo que los derechos económicos importan tanto o más que los sociales. Porque la economía también es sociedad. Que los cambios deben ser predecibles, graduados y compensados si afectan a expectativas legítimas. Y que una política pública que no respeta eso, es una política de mala calidad.

Hay un dato muy revelador: hoy en España, el esfuerzo medio para alquilar una vivienda equivale al 38% de los ingresos del hogar, mientras que el esfuerzo para comprar se sitúa en torno al 24%. En términos relativos, comprar sería más asequible que alquilar. El verdadero problema es otro: el acceso al capital inicial. Para adquirir una vivienda de 300.000 euros, necesitas alrededor de 100.000 euros líquidos. Entre el 20% que no financian los bancos, el 10% de impuestos y un 1-2 % de gastos, el acceso está vedado para buena parte de los hogares jóvenes.

Ese es el verdadero problema de acceso a la vivienda: no el precio, sino el capital inicial que se necesita.

El problema es de oferta. Es de suelo. Es de gobernanza. Pero se está cargando sobre los hombros del pequeño propietario o del inversor legítimo. Y eso compromete nuestra seguridad jurídica y daña la confianza en el país. Un fallo de mercado mal gestionado siempre acaba siendo un problema social. Pero un problema social mal enfocado acaba destruyendo el mercado.

Cuidado.