Los seres humanos han intentado siempre, desde la antigüedad, prever el futuro por varias razones: anticipar las amenazas y prepararse para ellas, entender y controlar su entorno, o encontrar el momento más propicio para tomar o ejecutar decisiones importantes y con gran impacto en su futuro. Para tratar de ver más allá del presente, a lo largo de los siglos se han utilizado los indicios más diversos, como el vuelo de las aves, los sueños, la forma de las nubes, la alineación de los planetas o las entrañas de los animales sacrificados, entre otros.

Hoy, al imaginar esas escenas nos sonreímos ante la ingenuidad de quienes intentaban descifrar el futuro interpretando la disposición de las tripas de los animales o el nivel de hambre de unos pollos sagrados. Pero, a pesar de nuestras sonrisas, seguimos empeñados en intentar adivinar el futuro. Y uno de los ámbitos donde ese empeño es más evidente es en los mercados financieros y en las inversiones.

¿Cuántos inversores han escudriñado los gráficos de los mercados tratando de entender cuál era el momento adecuado para vender o comprar? ¿Cuántos se suscriben a listas de correo o newsletters con tips de inversión? ¿Cuántos escuchan deslumbrados a gurús de todo tipo que explican por qué saben cuál es la siguiente acción que subirá de forma vertiginosa?

Ya no les llamamos augurios ni adivinación, hoy son previsiones macroeconómicas, markets outlooks… ¿Cuántos artículos o documentos se publican cada año con previsiones de cómo serán los meses siguientes? Gobiernos, organismos institucionales, centros de estudios, empresas, etc. generan anualmente infinidad de documentos en los que tratan de entrever cómo se comportarán las economías, los mercados, los diferentes activos, las empresas… Hace poco me llamó mucho la atención una cosa que escuché a Diego Valero, quien decía que el Nobel de Economía Robert J. Shiller explica en su último libro que, por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional, el famoso FMI, tan solo ha sido capaz de prever un 3,5% del total de las recesiones mundiales en los últimos treinta años. Y aun así, pese a que sabemos que es imposible adivinar el futuro, seguimos intentándolo una y otra vez.

Cuando hablamos del mundo de las finanzas hemos visto cómo, en la inmensa mayoría de los casos, este esfuerzo no consigue el resultado buscado. Los mercados financieros son muy complejos y las variables que impactan sobre ellos son múltiples: cambios políticos, cambios en las políticas monetarias o fiscales y cambios industriales o comerciales, innovaciones, eventos geopolíticos… Pero no solo los anteriores tienen influencia, otro elemento que pesa en ese intento de adivinar es la información asimétrica que explica la diferente cualidad de información a la que puede acceder un operador de mercado respecto el público en general, y eso sin contar los elementos francamente imprevisibles.

La historia de las finanzas está plagada de eventos que han condicionado los movimientos y la volatilidad de los mercados. Ningún economista o analista financiero había previsto un 11-S, una quiebra como la de Lehman Brothers, el covid, el atasco de un gigantesco portacontenedores en el canal de Suez o la guerra de Ucrania.

Por todo eso, los profesionales de las finanzas tenemos muy claro que el futuro es imprevisible. Sin embargo, lo que sí está al alcance de nuestra mano es prepararnos para diferentes escenarios y asumir que siempre habrá un elevado porcentaje de incertidumbre que requerirá de sangre fría y flexibilidad para afrontarlo. Y que, en todo caso, cualquier previsión sobre lo que pueda suceder la debemos tomar siempre con una sana dosis de escepticismo.

Intentar gestionar las inversiones como si de un juego de adivinación o de azar se tratase es la fórmula más segura para el desastre. Por un lado, apostar todos nuestros ahorros a una sola decisión es un riesgo que el ahorrador no debería ni plantearse. Y, por otro, si se intenta adivinar cuál es el momento perfecto para invertir o desinvertir, lo más habitual es acabar equivocándose y perder el tren de las evoluciones de los mercados.

Para evitar la tentación de la bola de cristal, una planificación sensata de las finanzas debe apoyarse en una serie de principios que permitan afrontar el futuro, sea cual sea este. No para hacerse rico, sino para lograr una evolución más serena de nuestras finanzas. Principios como aplicar la máxima diversificación, tener una visión de largo plazo, aprovechar las aportaciones periódicas, evitar decisiones impulsivas o emocionales, mantenerse fieles a los objetivos trazados o ignorar los cantos de sirenas o las modas. Y lo mejor es que en todo el proceso de planificación y gestión de nuestras finanzas nos apoyemos en un asesor financiero de confianza. Que no solo nos asesore en la elaboración de nuestro plan personal, sino que además nos ayude a mantener firme nuestro rumbo a lo largo del recorrido y afrontar los desafíos.

Es verdad que este enfoque está muy alejado de la “emoción” que sentimos al acertar en una apuesta, pero es muchísimo más saludable para nuestras finanzas. Paul Samuelson decía que invertir tendría que ser tan emocionante como ver la pintura secarse en la pared o ver crecer la hierba y que si queríamos emociones cogiésemos ochocientos dólares y nos fuésemos a Las Vegas. No puedo estar más de acuerdo con él. La gestión de nuestro ahorro es algo demasiado serio como para fiarlo a una bola de cristal.