Hace quince años, los días anteriores al anuncio de la quiebra de Lehman Brothers ya fueron convulsos: Morgan Stanley acababa de comprar por dos dólares, y con la garantía de la Reserva Federal, Bear Stearns, el menor de los cinco mayores bancos de Estados Unidos. Sin embargo, el pánico no se detuvo así y las preocupaciones se desviaron entonces hacia Lehman, del cual se rumoreaba que tenía un balance lleno de títulos tóxicos (estructuras superapalancadas al agonizante mercado inmobiliario norteamericano). 

Pensar en salvar este enorme banco era una misión imposible para republicanos y demócratas debido a la falta de regulación y la imposibilidad por parte de la Fed de cuantificar el riesgo de los activos tóxicos en el balance de Lehman. Se definieron entonces las condiciones económicas para hacer frente a la posible quiebra. Y se presentaron dos propuestas: la de Bank of America, que finalmente decidió comprar Merrill Lynch, y la de Barclays, pero ambas fracasaron y llegó la quiebra. Y con la quiebra se desencadenó el terremoto que sembró una oleada de miedo y desconfianza en todo el sistema financiero mundial.

Había pasado lo que parecía inimaginable: nadie se fiaba de nadie. Los flujos del crédito interbancario, esenciales para el funcionamiento del sector, se paralizaron en una crisis de liquidez sin precedentes. 

Lo que recuerdo de aquellos días es el pesimismo generalizado, la sensación de incertidumbre y de inseguridad que flotaba en el ambiente financiero en general. Como tesorero de la entidad, recibía llamadas de brókeres, algunos de ellos completamente en shock: unos pronosticaban escenarios apocalípticos y otros proponían operaciones tan defensivas como impracticables. También me llamaron amigos, algunos de ellos directivos en grandes entidades financieras europeas, que preveían, parafraseando algunos titulares de los periódicos, el final de los mercados financieros y del capitalismo.

Pero, como siempre en un momento de crisis, surgen oportunidades para quienes pueden o saben aprovecharlas y, sobre todo, de las grandes crisis se extraen muchos aprendizajes.

En mi caso tuve la suerte de que mi entidad no solo disfrutaba de una envidiable solidez y liquidez, sino que, con nuestro fundador al frente, mantuvo la calma y la confianza en el futuro, tomó decisiones valientes para resguardar a nuestros clientes y contribuyó al equilibrio del sistema inyectando miles de millones de euros de liquidez en el interbancario. Decisiones que algunos consideraron casi temerarias en ese momento, pero que se han demostrado muy acertadas con el paso del tiempo.

También aprovecharon la oportunidad todos los inversores que mantuvieron la calma y la confianza en la capacidad que hemos demostrado siempre los seres humanos para superar los momentos difíciles, sobreponernos y seguir creciendo y mejorando. Los mercados cayeron con fuerza en los meses siguientes, pero después empezaron una larguísima y fortísima remontada que volvió a confirmar algunas de las verdades esenciales del inversor que muchas veces olvidamos:

Tras las grandes caídas llegan siempre grandes recuperaciones; quien es capaz de mantenerse fiel a sus objetivos y no dejarse llevar por las emociones acaba recogiendo los mejores frutos; cuando miramos al largo plazo las correcciones se han de ver como las rebajas de los mercados; a lo largo, la economía y los mercados siempre acaban creciendo…

Ni era fácil ni era lo que hacía la mayoría, pero conozco a muchos ahorradores que no dejaron que el miedo decidiese por ellos y en aquellos días sentaron los cimientos de inversiones y carteras que luego les han llenado de alegría. Y normalmente lo hicieron con el apoyo de su asesor financiero.

De aquella crisis también salimos más fuertes como sector, ya que, sobre todo en Europa, se reforzó la normativa y la supervisión del sistema fortaleciendo su capacidad para afrontar mejor potenciales desafíos futuros. Por todo eso, aunque ya hace quince años de los días de Lehman aún hoy los tenemos muy presentes.