En una época donde cada decisión empresarial está regida por los costos y la rentabilidad inmediata, SpaceX ofrece un ejemplo paradigmático de cómo la geopolítica puede pesar más que cualquier ecuación económica. La inversión de Elon Musk en una planta de empaquetado de chips en Texas, diseñada para producir sustratos de tamaño inusualmente grande, escapa a toda lógica de eficiencia de mercado. No se trata de ahorrar dinero ni de obtener una ventaja competitiva convencional. El objetivo es otro: asegurarse de que ninguna etapa crítica de su sistema satelital Starlink dependa de proveedores en Asia. La independencia tecnológica se vuelve así un imperativo estratégico.

Este tipo de decisiones no son nuevas, pero en el contexto actual adquieren un peso inédito. Apple, por ejemplo, traslada parte de su producción a la India porque su dependencia de China representa un riesgo geopolítico inasumible. Lo mismo ocurre con fabricantes de semiconductores que invierten miles de millones en nuevas plantas en Estados Unidos y Europa, sin que esos países ofrezcan ventajas en costos o logística. No se busca eficiencia: se busca autonomía.

Este camino conduce, incluso sin desearlo, al llamado “decoupling”. No es que las empresas quieran cortar lazos con China o con Asia, sino que cada paso hacia la diversificación, cada decisión para evitar una dependencia puntual, termina alejándolas más del ecosistema asiático y refuerza la fragmentación del mercado global. Y aunque SpaceX, por ser privada, puede avanzar con libertad en esta dirección, el dilema es más profundo para las empresas públicas.

Una empresa pública es aquella que cotiza en bolsa, es decir, que emitió acciones de libre compra y venta en los mercados financieros. Estas empresas tienen miles o millones de accionistas y deben presentar resultados regularmente. Si los resultados no convencen, el precio de la acción cae. Y aunque en teoría ese precio no debería importar a la empresa, ya que el dinero lo obtuvo al emitir las acciones, en la práctica importa —y mucho— porque buena parte de los empleados tiene parte de su sueldo ligado a lo que se llama stock options.

Las stock options son derechos que permiten a un empleado comprar acciones de la empresa en la que trabaja a un precio fijo, normalmente más bajo que el valor de mercado. Es decir, si la acción sube, el empleado gana. Pero si la acción baja, esas opciones pierden valor o directamente no valen nada.

Por eso, cuando una empresa toma decisiones que podrían afectar el precio de sus acciones —aunque sean estratégicamente correctas, corre el riesgo de desmotivar a su propia gente. Y ningún negocio funciona bien si su capital humano está frustrado, desilusionado o simplemente pensando en irse.

En ese contexto, decisiones como la de SpaceX parecen un lujo reservado a empresas que no tienen que justificar cada movimiento ante el mercado. Pero son también una advertencia: si el entorno geopolítico sigue endureciéndose, todas las empresas —públicas o privadas— tomarán decisiones similares. Y entonces, tal vez, la rentabilidad deje de ser la única brújula del capitalismo.

Las cosas como son.