La relación entre el déficit fiscal y la financiación autonómica recupera actualidad a través de un estudio reciente de la AIREF, comentado ya sobradamente, sobre qué recuperan las comunidades autónomas respecto de aquello que aportan en ingresos, expresión de su capacidad fiscal. La tiranía de los datos hace que a menudo se reduzca lo que es el resultado de un proceso (transferencias corrientes, inversiones, participaciones en recaudaciones, ya sean procedentes de competencias propias o de centrales) al número resultante. Unos aportan más que recuperan, y otros al revés, en cifras que —en términos de PIB relativo y siguiendo determinadas metodologías— se disfrazan, pero que son escandalosas en términos capitativos.

Es, de nuevo, la balanza fiscal, tan reclamada por unos como ignorada por otros. Aquí querría, sin embargo, comentar solo un par de puntos, relativos a la fórmula de financiación autonómica y a la solidaridad interterritorial, más allá de las cifras. La balanza fiscal es consecuencia, por una parte, de la recaudación de ingresos que el Estado hace sobre el territorio, y aquí la ambigüedad es poca, ya que afecta a las rentas y los consumos de los individuos, y las leyes son mayoritariamente estatales. Por otra parte, el gasto que retorna de aquellas contribuciones se expresa en tres componentes: uno, la parte que la administración central transfiere según cuánto permite que las comunidades autónomas participen de los impuestos cedidos (IRPF, IVA, Especiales); segundo, la nivelación que impone (quita a unos para dar a otros) según lo que estima que son las necesidades de cada comunidad; tres, lo que el Estado gasta a través de la administración central en cada territorio a partir de sus competencias exclusivas y de los ingresos propios (la mayoría).

Por lo tanto, una mejora en la fórmula de financiación que permita una participación mayor en la capacidad fiscal respectiva de cada comunidad y un mayor cumplimiento fiscal propio (lucha contra el fraude) puede ser neutralizada perfectamente por el Estado, a efectos de saldos fiscales resultantes, forzando una nivelación mayor, por ejemplo, en la consideración de los llamados servicios básicos, o violando la regla de ordinalidad (quien aporta por encima de la media no tendría que acabar recibiendo por debajo de esta para financiar unos mismos servicios). Más todavía: respetando las dos premisas anteriores, la mejora (o empeoramiento) de la financiación de unos, el Estado lo puede compensar en la balanza fiscal gastando la administración central menos (o más) a partir de sus ingresos y competencias propias, que son muchas. De esta manera, la financiación autonómica es una parte de un todo; no se pueden marcar unidireccionalmente sus efectos.

El segundo tema que aquí querría comentar es que la relación entre financiación autonómica y solidaridad se entiende a menudo mal. La financiación autonómica tiene que ver con servicios públicos, no con desarrollo regional. Bajo el primer criterio, se busca que todas las comunidades autónomas, sea cual sea su capacidad fiscal, puedan hacer frente a las necesidades de financiación de los servicios básicos que configuran sus competencias. No todos los servicios, sino solo los básicos del estado del bienestar; y no todos los que cada uno considere básicos, sino los que derivan del mandato constitucional y que puedan ser sustanciados ante un tribunal: el de la educación y la sanidad universal, no el del derecho al trabajo o a la vivienda. Y no todos estos servicios, solo los que corresponden obligatoriamente a todas las comunidades autónomas; excluidos los caprichos o complementos de lo que cada uno puede pensar que son servicios básicos esenciales. Que todas las comunidades autónomas puedan hacer frente, sea cual sea su aportación al conjunto de la hacienda estatal, ya es expresión inequívoca de solidaridad, la cual el Estado alcanza forzando transferencias a favor de unas comunidades y a costa de otros. Y lo hace incluso la mencionada sobrenivelación contraria a la ordinalidad típica federal, y sin una pauta inequívoca de equidad fiscal.

Una cosa diferente es la solidaridad del reequilibrio territorial a través del desarrollo regional. Aquí la aspiración no es igualar servicios públicos, sino rentas per cápita; eso está fuera de la financiación autonómica. Las políticas de reequilibrio territorial provienen del Estado y, hoy en día también bastante, de la Unión Europea. Hacer convergir rentas per cápita supera lo que puede hacer una administración autonómica, ya sea por las competencias asignadas o por la potestad tributaria con la que cuenta; corresponde al Estado —por ejemplo vía Fondo de Compensación Interterritorial, entre otros—, a cargo de sus múltiples ingresos públicos (¡casi todos!), y a la Comisión Europea (FEDER, FSE, políticas agrarias, etc.). Esconder la aspiración a la convergencia económica en rentas dentro de la solidaridad autonómica, además de ignorancia (Rodríguez Ibarra, desde Extremadura, pero no solo él, ha sido el abanderado), hace el juego al Estado, que se permite, así, ponerse de perfil en la batalla de la solidaridad entre los hombres y las tierras de España, haciendo creer que hace lo que puede para este propósito, venciendo la insolidaridad de las comunidades autónomas más ricas. Este posicionamiento descuida que el crecimiento económico y la convergencia en rentas es un tema en el cual el sector privado, las infraestructuras, la emprendeduría, el capital humano... son fundamentales. No lo es, más bien al contrario, una financiación autonómica de transferencias incondicionades que los beneficiarios gastan a gusto y hambre creando empleo público; hecho que hace todavía más dependiente la comunidad de la financiación territorial, sin incidencia en la desigualdad personal interna de la comunidad. Es bastante conocido que el empleo en función pública no beneficia precisamente a los grupos más frágiles de la población, sino que crea una nueva jerarquía que, para su subsistencia, reivindica aquella solidaridad autonómica enfermiza. De hecho, es fácil demostrar la elevada correlación entre este empleo público y el saldo fiscal favorable.

Buena parte de la clase económica dirigente de los Països Catalans duerme todavía, mientras tanto, el sueño de los justos en este tema. Y, inexplicablemente, admira la situación del País Vasco, insolidario con el resto de las comunidades autónomas (en particular, insolidario con las comunidades aportantes, ya que lo que ellos no contribuyen, el Estado fuerza que lo aporten las otras). Privilegio fiscal que se mantiene sea cual sea el gobierno del Estado, de los territorios forales o en coaliciones de partidos que son siempre afines al mantenimiento del concierto vasco y navarro. E la nave va.