El salario es la principal fuente de renta de una buena parte de la población (20,4 millones de afiliaciones a la seguridad Social y 3,1 millones de desempleados, según la EPA). Por este motivo, su mala evolución en los últimos tiempos, con una disminución de 4,4 puntos reales desde 2007, es un importante tema de debate que cuenta con distintos análisis y soluciones dependiendo de la perspectiva utilizada, y por qué no decirlo, la orientación partidista.

Para identificar las causas puede ser interesante utilizar un enfoque estructural. Las sociedades occidentales han detentado un gran poder político y económico desde el final de la Segunda Guerra Mundial, que les ha permitido comprar materias primas a bajo precio y vender sus productos, habitualmente de mayor valor añadido, a un precio superior. Esta privilegiada posición les permitía generar mucha renta para distribuirla entre su población, e incluso un desigual y mejorable patrón distributivo, era suficiente para que la mayor parte de las personas mantuvieran un alto nivel de vida, sobre todo, en comparación con el resto del mundo.

El bloque de países, que componían lo que se denominaba sistema de socialismo de estado, actuó hasta su derrumbe en 1989, como incentivo al bloque occidental para, con sus mejores resultados en cantidad y distribución, demostrar la superioridad de su modelo social y económico.

La crisis del petróleo fue un primer aviso de rebelión de una parte del mundo con la distribución de papeles asignados; la elevación del precio de esa materia prima básica hizo bastante daño a las sociedades desarrolladas. Fue el principio de un cambio que posteriormente se ha generalizado en los denominados países emergentes, traducido nada menos que en reclamar un papel diferente, no secundario, en la creación y distribución de la riqueza en el mundo. La población de estos países está dispuesta a trabajar más horas y con menor remuneración que los occidentales para mejorar su renta y calidad de vida. El aumento de las inversiones ha mejorado aún más su grado de competitividad no limitando su competencia a mercancías de bajo valor añadido.

Los países emergentes producen ahora casi el 60 por ciento de la riqueza anual cuando explicaban el 38 por ciento en 1990. En coherencia, su mejor posición ha estado acompañada de una pérdida de protagonismo del mundo occidental. Esta traslación del origen de la nueva riqueza ha permitido la mayor disminución conocida de pobreza extrema en el mundo (de 1.600 a 733 millones de personas), la mayor parte de ella localizada en Asia.

Esta pérdida de poder y protagonismo ha impactado en casi todos, pero más a las personas con menor formación y capacidad de aportar valor añadido, profundizando en una dualidad en el mercado laboral que empeora la desigualdad en la distribución de la renta en estos países. Esta pérdida de posición en el mundo no quiere ser asumida por la todavía privilegiada sociedad occidental. Muestra de ello son los discursos de una parte no pequeña de los partidos políticos que prometen la vuelta a una situación anterior, que no va a volver nunca, o por lo menos, no lo hará con parámetros conocidos. El resultado de todo ello es un avance del populismo y de la frustración de la gente.

En este nuevo escenario se escuchan en nuestro país propuestas sobre la necesidad, casi obligación, de ser más felices y disponer de más tiempo de ocio, reduciendo el tiempo de trabajo. Evidentemente, la consigna es de lo más sugestivo: vivir mejor trabajando menos. Pero surge una pregunta: ¿es factible conseguir este objetivo en las actuales condiciones? ¿Es suficiente reducir el poder de los ricos del país obligándoles a pagar más impuestos para financiar ese cambio? ¿Pueden las empresas competir con mayores costes laborales y la misma productividad? Me temo que la respuesta es negativa.

Es posible elevar algo más los ingresos fiscales en España y alcanzar la mítica media de los países de la zona euro, pero con ello ni siquiera se cubrirá el actual déficit estructural de las cuentas públicas. Es decir, aunque recaudemos lo mismo que la media de los países de la Unión Europea, no hay dinero ni para sostener el actual nivel de gasto público.

La sociedad española, después de vivir durante los años de la burbuja (2002-2007) bastante ajena al gravísimo problema que se estaba generando al crecer sobre una montaña de deuda privada, me atrevería a decir que engañada, ha realizado un gran esfuerzo de mejora de su competitividad con terceros países revirtiendo el histórico déficit con el exterior y convirtiéndolo en superávit desde 2012. Así, aunque todavía se mantiene una posición frágil, la inversión neta con el exterior se ha reducido en 38 puntos (de 96,3 a 58,2% PIB). Una positiva evolución compatible, no obstante, con una actividad económica estancada desde 2007 a la vista de la evolución del PIB real por habitante (27.978 euros en 2022 vs. 27.641 en 2007) y con una reducida evolución de la productividad en este periodo (promedio anual del 0,6% real).

Este último elemento se relaciona de forma estrecha con la evolución de los salarios, de manera que invertir la relación, primero subimos los salarios y reducimos la jornada laboral para así incentivar la mejora de productividad, tiene un muy importante componente de riesgo, que la vistosa propuesta quede en realidad como un cuento.

El reto de España y de la mayor parte de la sociedad occidental es mayúsculo en un contexto de cambio estructural de las condiciones políticas y económicas, agravado por un proceso muy acentuado de envejecimiento de la población. No ayuda mucho a mejorar la complicada situación utilizar el pensamiento mágico (tienes derecho a tus sueños, ampliación teórica de derechos subjetivos sin las correspondientes obligaciones o las floreadas redacciones en las exposiciones de motivos de las normas sin mayor contenido práctico), tampoco apelar al nacionalismo más rancio (los españoles somos mejores y podremos con todo) o al retroceso de derechos y normas de convivencia asentados en nuestro país. Es más útil y tiene más capacidad de avance en integración social, consensuar decisiones planteadas desde un diagnóstico cierto de la situación que reconozcan el complejo y difícil reto al que se enfrenta la sociedad española.

Para conseguir que la mayor parte la población pueda vivir mejor es necesario mejorar la productividad, con más inversiones en capital físico y tecnológico identificadas en los sectores de actividad con presente y futuro, pero también en capital humano. Una formación de las personas que no parece que camine en la dirección adecuada ni por contenido (alejado de las necesidades de este nuevo mundo) ni por la falta de incentivos para avanzar en excelencia al haber apostado por conseguir la igualdad, rebajando el nivel académico. Una apuesta contraria a la igualdad de oportunidades especialmente dolosa para los más desfavorecidos. También hay que avanzar en la necesaria mejora en el resto de las políticas activas de empleo (servicios de orientación e intermediación e incentivos a la contratación). Una mejora extensible a conseguir un sector público eficaz y eficiente que, dispensando un trato adecuado a sus empleados, conceda siempre prioridad al servicio a los ciudadanos.

Un camino muy, muy difícil de transitar, en este tiempo tan dominado por las propuestas infantiloides y el pensamiento líquido.