El Instituto Nacional de Estadística (INE) publicará esta semana el dato de crecimiento del PIB del tercer trimestre (en torno al 0,1% trimestral) mostrando una desaceleración de la actividad económica. A pesar del proceso de desaceleración del crecimiento esperado en el tercer y cuarto trimestre convergiendo hacia la tasa nominal (en torno al 1,3% real anual), está prácticamente asegurado un crecimiento mínimo del 2,2% en 2023. No va a faltar tiempo, de hecho ya se escuchan y leen las declaraciones en los medios de comunicación, para que unos se apropien del resultado obtenido señalando la política aplicada, y otros, entre los que me encuentro, consideren que va a ser en buena parte fruto de impulsos extraordinarios muy difíciles de sostener en el tiempo. Esa perspectiva con luces largas, el medio y largo plazo, debería ser el principal objeto de nuestras cuitas porque dependiendo del mejor o peor desempeño de nuestra economía, la sociedad española dispondrá de más o menos renta para distribuirla y redistribuirla entre la población. En este análisis temporal más amplio se pueden cometer errores de diagnóstico con importantes repercusiones para la mayoría, por eso merece la pena el intento de aprender de lo sucedido en el pasado reciente. 

El mundo occidental disfrutó de una larga etapa expansiva a final de los noventa y principios del actual siglo que dio pábulo a algunas declaraciones afirmando que se habían superado las crisis económicas. En 2008 la realidad les puso en su sitio recordándoles que las crisis económicas seguían existiendo y se presentaban con carácter cíclico, si bien los periodos de bonanza y decaimiento pueden cambiar por causas diferentes.

La economía española, al igual que la mundial, disfrutó una larga etapa expansiva en el periodo 1995-2007 con una tasa anual promedio del 3,6% real y un pico máximo del 5% en 2000. Durante esta época se desató la euforia a todos los niveles olvidando (o tapando) las causas que permitieron el fuerte crecimiento: una enorme burbuja inmobiliaria y financiera apoyada en un fuerte y creciente endeudamiento del sector privado mediante hipotecas (del 23,8% al 101,5% del PIB). El desenfreno nacional tuvo también su repercusión en la relación externa al aumentar la deuda con terceros debido a los continuados déficits de la balanza de pagos. Lo que sucedió cuando estalló la burbuja ya lo conocemos, se hundió la actividad económica, se destruyeron millones de puestos de trabajo (-3,5 millones de ocupados) y el déficit público se disparó desde lo que parecía una cómoda posición de superávit (de 2,1 al -11,3% del PIB) debido entre otras cuestiones, a las erróneas decisiones fiscales adoptadas confundiendo una situación coyuntural (euforia sin base) con los cimientos y estructuras.

El hundimiento de la economía española coincidió con la crisis internacional provocada por las hipotecas subprime iniciadas en Estados Unidos, pero es necesario recordar que las decisiones adoptadas en la economía española eran suficientemente graves como para generar su propia crisis, por cierto, nada pequeña.

La respuesta fue dramática con una gran destrucción de empresas y empleos que habían crecido en un contexto insostenible. Se había generado un tejido productivo alrededor de la masiva construcción de viviendas sin salida en una situación normal porque era imposible mantener el crecimiento de su precio y la correspondiente generación de deuda. La respuesta lógica, por tanto, fue la desaparición de un montón de empresas porque era imposible recuperar el nivel de actividad necesario para su supervivencia. Una situación muy dolorosa pero necesaria.

Las decisiones de la Unión Europea no ayudaron al aplicar una política fiscal y monetaria restrictiva, pero en mi opinión sería injusto y poco realista esconderse en ellas para olvidar todas las muchas erróneas decisiones adoptadas a nivel nacional durante la larga etapa de euforia. Tampoco en la falta de avisos de los riesgos en los que se incurría, los hubo y no se tomaron en cuenta descalificándolos como avisos de profetas pesimistas.

Una conclusión errónea puede ser considerar los ERTEs como una solución de aplicación cuasi general para abordar deficiencias de competitividad estructural de empresas y trabajadores

Después de un largo sufrimiento, la economía española comenzó a remontar aunque sin alcanzar el nivel de 2007, algo en realidad muy difícil porque como se ha comentado fue el resultado de utilizar métodos no sostenibles. En 2020 llegó la epidemia de covid-19 y todo se fue al traste. El mundo se enfrentó a una situación desconocida porque un maldito bicho mataba de forma indiscriminada, e inicialmente no había manera efectiva de protección de las personas.

Hubo que improvisar formas de protección y la elegida fue la paralización de toda actividad no imprescindible hasta disponer de una vacuna. La hibernación de la mayor parte de la actividad económica restringía la posibilidad de trabajar a millones de personas y, por tanto, su posibilidad de conseguir ingresos para seguir viviendo. En los países de la Unión Europea se buscaron fórmulas de protección de las personas mediante pagos públicos de una parte de sus ingresos habituales. En España se articularon fundamentalmente a través de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) para los asalariados y la prestación por cese de actividad para los autónomos.

El coste para el sector público de las medidas coyunturales ha sido importante pero imprescindible, ya que de no haberse aplicado se habría provocado un muy grave conflicto social. El empeoramiento de las finanzas públicas era obligado y muy necesario, si bien podía haberse reducido si no se hubieran aplicado decisiones que han aumentado el gasto estructural dirigidas a determinados grupos de personas (salarios de empleados públicos y pensionistas) que han contado con un nivel de protección superior al resto de la población.

La crisis del covid-19 tiene una diferencia fundamental respecto a la anterior de 2008, su base ha sido coyuntural y las empresas han recuperado en buena parte su actividad cuando han pasado los peores efectos de la pandemia, es decir, no han perdido sus mercados o su capacidad de competir con terceros como pasó cuando estalló la burbuja inmobiliaria. Las políticas públicas aplicadas han sido totalmente distintas porque aplicar ERTE en 2008 lo único que hubiera logrado es mantener empresas zombis con un muy elevado coste para el Erario público. Un dinero que no había (recuerde el déficit del 11% PIB) y que en caso de tenerlo se debía utilizar en otro tipo de políticas de mejora de la empleabilidad de las personas.

Las comparaciones realizadas en términos partidistas son peligrosas e inútiles porque cabe alcanzar conclusiones erróneas para afrontar las crisis económicas. Una de ellas puede ser considerar los ERTEs como una solución de aplicación cuasi general para abordar deficiencias de competitividad estructural de empresas y trabajadores. En realidad, la opción debe estar bastante restringida a casos asilados de empresas con problemas coyunturales contrastados.

No había pasado del todo la crisis provocada por la pandemia cuando nos hemos encontrado con una nueva generada por la invasión de Ucrania por Rusia. Su principal efecto ha sido la inflación provocada por la subida de precio de los productos energéticos y otras materias primas. Un choque externo de estas características genera una pérdida de riqueza que es necesario asimilar. El país es más pobre y no hay manera de solucionarlo a corto plazo. Lo que si se puede es reducir su impacto a medio y largo plazo y distribuir de forma más equilibrada el sufrimiento. Para ello, es necesario evitar medidas generalistas y concentrar la protección en las personas más vulnerables. No es el caso de medidas que afectan a todos los consumidores sin tener en cuenta su renta o considerar a los pensionistas como único grupo digno de mantener su poder adquisitivo en una situación extrema como la que estamos sufriendo.

Concentrar los esfuerzos en las personas en peor situación cobra todavía más peso cuando se dispone de un margen fiscal nulo al mantener un déficit estructural muy posiblemente superior al 3,5% del PIB.

Las crisis económicas siempre generan daño, se trata de aprender de cada una de ellas para aplicar las políticas que permitan superarlas en el menor tiempo posible con una distribución de los esfuerzos equilibrada, evitando crear relatos concentrados en mostrar los aciertos olvidando (ocultando) los errores. En todo caso, disponer de un tejido productivo fuerte con empleo más estable y unas fianzas públicas sanas siempre ayudan afrontarlas con más garantías.