El terreno de juego de la pesca europea está envuelto en una tormenta perfecta, y el sector catalán es uno de los más perjudicados. La reciente propuesta de la Comisión Europea para la gestión de la pesca en el Mediterráneo en 2026 ha caído como una bomba en los puertos catalanes: la flota de arrastre vería sus días de mar limitados a una cifra que parece de cómic, solo nueve días al año. Antoni Abad, presidente de la Federación Nacional Catalana de Cofradías, no ha tenido ninguna duda a la hora de calificar la medida como "un despropósito de proporciones bíblicas". Su voz, cargada de indignación y preocupación, resume el malestar general de un colectivo que se siente acosado e incomprendido por las instituciones europeas. La Comisión no solo plantea este corte drástico, sino que añade una condición que, desde la perspectiva de los pescadores, resulta cínica.
Abre la puerta a ampliar este número de días solo si se aplican "medidas adicionales de sostenibilidad". Pero es aquí donde reside el núcleo de la controversia. "Llevamos cinco años adoptando medidas de sostenibilidad, año tras año. No sé cuáles más se pueden inventar", se exclama Abad, evidenciando la sensación de haber llegado a un punto de ruptura. El presidente de la FCNC pone el dedo en la llaga de una política que, según él, actúa por inercia y sin un análisis riguroso de la realidad. "Antes de exigirnos que apliquemos más, que vengan, primero, y analicen los efectos que han tenido las que ya hemos aplicado", reclama con contundencia. Es una llamada a que las decisiones se basen en datos y no solo en teorías.
La viabilidad económica del sector
Más allá de la discusión ecológica, Abad alerta sobre el impacto económico inmediato y devastador. "Nos reclaman el derecho a trabajar, pero con nueve días en el mar, este derecho se convierte en una farsa", señala. La cifra que maneja el sector para su propia supervivencia es bien diferente: un mínimo de 180 días de mar al año. Cualquier cosa por debajo de este umbral supone, literalmente, el fin. "Si esta propuesta sigue adelante, nuestra actividad no será viable. Sencillamente, tendremos que cerrar", sentencia Abad. Las consecuencias en cadena son fáciles de prever: desaparición de negocios familiares con generaciones de tradición a sus espaldas, pérdida de miles de puestos de trabajo directos e indirectos (en las cofradías, en las empresas auxiliares, en la comercialización) y un golpe mortal para la economía costera y la seguridad alimentaria local.
Este enfrentamiento no es solo una discusión sobre cuotas de pesca. Simboliza la fractura creciente entre una administración europea distante, que legisla con criterios ambientales generales, y las comunidades locales que se ven directamente afectadas por estas decisiones. El sector pesquero se ve a sí mismo como el payaso de la función, el bueno por excelencia de unas políticas que no tienen en cuenta su esfuerzo ni su realidad diaria. La reclamación de Antoni Abad y las cofradías que representa es clara: diálogo, evaluación seria y soluciones realistas.
"No nos cierren las puertas del mar y luego nos pidan que busquemos más puertas. Primero, abran las que ya tenemos y miren qué hemos hecho con ellas", concluye, en una metáfora que resume la frustración de un oficio que se ve navegando hacia el olvido, con los permisos de navegación caducados por decisión de Bruselas. La bola ahora está en el tejado de las instituciones. La pregunta que flota en el aire es si Bruselas retrocederá, si ofrecerá contrapartidas o si, por el contrario, mantendrá su plan, arriesgándose a provocar un cierre en masa de una de las actividades económicas más antiguas y emblemáticas del Mediterráneo.