Roald Dahl, como todos los buenos escritores, fue un tipo controvertido. Escribió cuentos excelentes, creó personajes fundamentales para la cultura occidental que acabaron inspirando películas de éxito y demostró que la literatura infantil no tenía por qué ser un almíbar intragable. Fue piloto de la Royal Air Force y, durante esa etapa de su vida, llegó incluso a crear unos personajes, los gremlins, que eran, primero y en un cuento que escribió él para promocionar una película de Disney que nunca se rodó, unos duendes que averiaban aviones de combate y, después y de la mano de Spielberg y Joe Dante, se convirtieron en la película que demostró a todos los que pasamos de cuarenta que, a veces, los malos son más divertidos que los buenos.

En sí, toda la obra de Roald Dahl está tan impregnada de contradicciones como la vida y, por eso, todavía hoy sorprende y engancha a cualquiera que se acerca a ella. No en vano; este hombre que, a decir de sus hijos, era “arisco e imprevisible” y no tuvo problema en admitir, justo al principio de la Guerra del Líbano, que Israel no concitaba sus simpatías; es autor de cuentos para adultos publicados en Playboy o The New Yorker y de relatos como El Hombre del Sur que Tarantino y Hitchcock han llevado al cine. Hasta guiones de James Bond llegó a escribir pero, ahora, todo eso está en cierto peligro: la corrección política mete mano a sus libros sin que quede muy claro si eso es o no legal aunque, quede dicho, los propietarios de los derechos de la obra completa de Dahl son los dueños de Netflix.

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Lectores "sensibles"

La idea es de la editorial Puffin, sello de Penguin Random House que acaba de contratar a una cohorte de “lectores sensibles” para que readapten algunos de los cuentos de Dahl con el objetivo de que “puedan seguir siendo disfrutados por todos hoy”. ¿Cómo lo van a hacer? Pues, por ejemplo, convirtiendo al odioso niño gordo Augustus Glopp de Charlie y la Fábrica de Chocolate en enorme –ni siquiera obeso- y definiendo a los enanos Umpalumpas como personas pequeñas. En ninguno de sus libros cabrán ya términos como feo o loco, a la pobre Matilda la impedirán leer a Rudyard Kipling (víctima de la cultura de la cancelación por ser –recordemos que murió en 1936- colonialista e imperialista en vida) y hasta en Las Brujas añadirán una frase en la que; justo después de que Dahl indique que, bajo las pelucas que usaban, las brujas eran calvas; se especificará que hay “muchas razones” por las que una mujer “puede usar peluca” y que “ciertamente no hay nada de malo en eso”.

Menos mal que Roald Dahl lleva más de treinta años muerto

Roald Dahl murió en 1990 pero, poco antes de su fallecimiento, su relato Las Brujas –que explica la historia de unas brujas que quieren exterminar a todos los niños del mundo convirtiéndolos antes en ratones- fue llevado al cine con un cambio en el final que hacía que, en lugar de acabar medio mal como sucede en la narración primera, todos –menos las brujas- terminasen el cuento siendo más o menos felices. Roald Dahl, megáfono en mano, se plantó a la puerta del cine donde se estrenaba la película para recomendar a la gente que no fuese a verla. No le gustaban (y sus libros lo demuestran) los finales en los que se acaba comiendo perdices porque, seguramente, quería que sus cuentos, además de para entretener, sirviesen para algo más. Los señores estos de la editorial Puffin tienen suerte de que no siga vivo pero, ¿quién sabe? Quizá un gremlin (mejor de los de Joe Dante) lo desbarata todo.