Terrible la fotografía del comisario de Justicia de la Unión Europea, Didier Reynders, entre el ministro de Justicia y Presidencia español, Félix Bolaños, y el vicesecretario de acción institucional del Partido Popular, Esteban González Pons. Es el arranque de la mediación del comisario entre los dos partidos dinásticos para desencallar la renovación del Consejo General del Poder Judicial, un enredo que lleva cinco años de retraso y que permite al PP controlar al órgano de gobierno de los jueces, dado que la mayoría de sus consejeros fueron nombrados por los conservadores. Reynders se dirige a Bolaños y este perfora con su mirada a González Pons, pendiente del comisario europeo, con un rictus entre el escepticismo y el disgusto. Es una escena cargada de tensión, suspicacia, desconfianza, prejuicio o una mezcla de todo. Este encuentro empieza mal, dice la foto. A ninguno de los políticos españoles sentados a lado y lado de la mesa se le ve muy partidario de llegar a un acuerdo. Parece que, en cualquier momento, uno se levantará a maldecir al otro y la actitud del mediador no transmite mucha competencia.

Esta imagen es la portada del Trío de la Bencina (El Mundo, ABC y La Razón) y de El País, los cuatro diarios madrileños que se comentan en el Quioscos & Pantallas. La prensa de la capital española tiende a ofrecer a sus lectores dosis intensas de tensión nerviosa, de altas temperaturas, de indignación explícita o contenida, de mala leche, y siempre escoge las imágenes y escribe los títulos que encajan en ese plan. Hay una versión más blanda de esa misma foto —seguramente tomada unos segundos antes o después—, en la que Bolaños se dirige a Reynders con ademán atento, mientras que a González Pons, con la cara vuelta hacia el mandatario europeo, no se le aprecia tanto el gesto. Esta foto menos cargada es la que han escogido La Vanguardia y Ara. Quizás los jefes de redacción, debatiendo cuál de las dos publicar, se han asustado al ver la fotografía dura, la madrileña. Tal vez han pensado que ha sido un momento desafortunado, poco representativo, y no han querido hacer sangre.

Más allá de la cara de vinagre de los políticos españoles, todo su entorno da una impresión espantosa. El despacho se ve pequeño, frío, poco solemne, funcional, vulgar, un rincón dentro la sede de la Comisión Europea. Está amueblado con piezas como de Ikea y decorado con una bandera de la UE pequeña, tristona y arrugada —si la comparamos con las enseñas relucientes y planchadas que ahora están de moda— y una fotografía cualquiera de una avenida de la zona europea de Bruselas como de agencia de viajes o de hotel de dos estrellas. Sobre la mesa, dos cuencos vacíos, cuatro botellas de agua mineral y dos pilas de vasos de vidrio. Ni siquiera unas servilletas de papel a la vista. La puerta está abierta, como si la reunión no tuviera nivel ni importancia. En esta sala nondescript, como llaman en inglés a los lugares mediocres, se ha debatido la renovación y reforma del gobierno de la Justicia española. La misma justicia de la cual ha huido el diputado Rubèn Wagensberg porque tiene "miedo de una detención arbitraria", cosa que no extraña a la vicepresidenta primera del gobierno central, María Jesús Montero, para quien "se entiende perfectamente que se haya marchado". Quizás los gestos y los escenarios tienen tanta importancia, pero la pinta de estos gestos y de este escenario es de improvisación, de cosa insustancial y ligera, donde ninguno de los interlocutores acaba de creerse nada. Pinta de farsa. De comedia. A la altura de la Justicia española.

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