El Periódico y La Vanguardia celebran este domingo el 30 aniversario de los Juegos Olímpicos de Barcelona con suplementos destacables y gran eco en portada. La fecha sería el lunes 25 pero el domingo los diarios impriesos venden más y, por lo tanto, tienen mejor argumento para convencer a las marcas de publicar anuncios en un soporte decadente y una fecha fatal. Ese par de diarios y su kommentariat llevan días aprovechando la ocasión para presentar Barcelona'92 como el momento epifánico en que los catalanes se sintieron cómodos con la españolidad y, al aceptar identidades múltiples y compatibles —la catalana, intensa y local, y la española, extensa y global—, Barcelona y Catalunya eclosionaron ante el mundo como el epítome de la modernidad, una alianza entre la vanguardia de la postmodernidad cool, el confort intelectual y ligero del diseño, la excitación sensorial de la cocina de autor y la joie de vivre mediterránea. La nostalgia empapa El Periódico y La Vanguardia. Las portadas son como dos postales del pasado que te llegan hoy para decirte: ¡entonces íbamos bien, entonces! Son dos portadas retro, quizás camp, con un deje kitsch y todo. Sobre todo La Vanguardia, que reedita el encendido del pebetero con Epi y Rebollo, dos figuras que en 1992 fueron reyes por un mes y ahora son dos señores mayores que más de la mitad de los lectores no sitúa. El Periódico lo resuelve con una especie de santoral olímpico donde se canoniza incluso a Sandro Rosell entre otros nombres que hicieron por Barcelona'92 menos que el mismo editor fundador del diario, Antonio Asensio, que sí merece aparecer en la selección de caras de la portada.

El entusiasmo del catalanismo tercerista —unionista, conformista, de baja intensidad...- ha levantado una devoción tan apasionada por Barcelona'92 que se ha llegado a presentar el discurso inagural del alcalde Pasqual Maragall como cumbre y espejo de los buenos catalanes de hoy día —hoy día los que reparten carnés de buenos y malos catalanes han cambiado de bando— porque menciona, en passant, al presidente Lluís Companys y, sin nombrarla, la Olimpiada Popular fallida de 1936. Lástima que pasara de largo por el resto de la historia. Companys fue asesinado por el señor que devolvió la corona al rey Juan Carlos I, allí presente, y por los patrocinadores políticos del entonces presidente del Comité Olímpico, Juan Antonio Samaranch, allí presente. Puestos a decir cosas, digámoslas todas, si no queremos traficar con la amnesia y la ocultación, especialmente la que los perdedores están obligados a emplear para protegerse y sobrevivir. Puestos a destacar y comparar discursos random del pasado —perdona el anacronismo: es sólo demagogia—, el del general Joan Prim en el Congreso de los Diputados español del 27 de noviembre de 1851 fue más valiente y concreto y nunca se le da el mismo honor ni la misma gloria. En fin. De las procesiones y romerías que le montan sus devotos novatos, Pasqual Maragall no tiene la culpa, como tampoco el abuso al que le someten conseguirá degradar su condición de gran prócer del país. Por suerte o desgracia, el maragallismo hace años que vive al margen de Maragall y ya no puede hacerle ningún daño.

Lo peor de todo, sin embargo, es que los diarios de Madrid, estos días, este domingo —ya veremos mañana— no se hacen eco del aniversario olímpico. Se conoce que no consiguen verlo como una gesta lo bastante española o de España de la misma manera que lo hace el propagandismo maragallista. Siempre es así. Cuando el Mundial de fútbol de 2010 no se podía decir que España jugaba como el Barça y con la columna vertebral del Barça. No era español. Lo era esconder al Barça en el 2010 y lo era esconder Catalunya en 1992 —uno de los que se encargó es Baltasar Garzón con el arresto, prisión y tortura de independentistas. Alguna cosa falla en el relato tercerista y no es de ahora. Quizás es que los diarios españoles están incómodos con la mínima catalanidad de los Juegos de 1992 o de La Roja de 2010. Lo sabía bien el principal ejecutivo de la organización de los Juegos, Josep Miquel Abad, que veía más allá del acontecimiento deportivo una oportunidad de resolver el maltrato español a Barcelona: "Confieso sin rubor, que [...] se trataba [...] de acertar con la idea de que permitiera hacer en cinco o seis años lo que no se había hecho en cincuenta, con el riesgo de tardar cincuenta años más si no se aprovechaba la oportunidad".

Este domingo, pues, no hay que extrañarse por el contraste chillón entre la prensa de Madrid, que ignora y desconoce Barcelona'92 pese a que serían los únicos Juegos Olímpicos españoles —no digamos nada de los tres fracasos de Madrid, que se enfadan—, y el entusiasmo del tercerismo catalán para mitificar Barcelona'92 como una especie de reencuentro Catalunya-Espanya del que, 30 años después, tenemos que aprender tanto. Este contraste confirma el vacío y la insustancialidad de la nostalgia del "país de 1992", que sería la Ítaca de verdad. Es una actitud fallida, acomplejada, fake. Un simulacro. Aquel país es inexistente hoy no porque alguien se lo ha cargado —los indepes irresponsables, las élites avariciosas, el neoliberalismo salvaje... Nah. Ese país no existe hoy porque tampoco existía entonces. Sólo era un discurso a medias y unas imágenes por televisión.

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