Es enternecedor ver sufrir a los diarios dinásticos, los de Madrid y los de Barcelona, por la competición de coronas entre Juan Carlos I y Felipe VI. Es cómico, porque el contenido y valor de las actuaciones de uno y otro se reduce a humo y lentejuelas. El emérito va a Sanxenxo, Galicia, a entrenarse para participar en el mundial de veleros. El rey vigente visita Ronda, monumental y simpática ciudad andaluza de 40.000 almas, porque hace 450 años Felipe II constituyó allí la Real Maestranza de Caballería para formar oficiales. Piensa un momento. ¿Qué pasaría en tu vida y la del país si los diarios lo ignoraran y no dijeran ni mu? Pues absolutamente nada. Lo que hace reír —o llorar— es la lisonja y el servilismo con que los mismos diarios se ocupan de fabricar un relato que vista y justifique la decisión de destacar en primera página la actividad inocua y vacía de las dos testas coronadas, que no es más que pirotecnia simbólica sin consecuencias.

Los diarios deben añadir peso y gravedad políticos a toda esa insustancialidad y la mejor manera de hacerlo es organizar una rivalidad entre padre e hijo. Una especie de combate de reyes. Un tema literario clásico. El emérito es presentado como un líder en decadencia del que tenemos que compadecernos porque ha malbaratado el prestigio y el crédito ganados en los orígenes edénicos de la Democracia Plena™ —¡la Transición!—, cuando ejercía de padre, protector y caudillo. Ahora reaparece desafiando a no se sabe qué instituciones y a qué valores éticos, etcétera, etcétera. A ver. ¿A qué viene ahora todo este escándalo si la Agencia Tributaria española, la Fiscalía del Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional lo exoneraron de todo mal y las Cortes españolas rechazan abrir una comisión para investigarlo alegando que es constitucionalmente irresponsable?

Su hijo y rey vigente, en cambio, aparece como un estadista amado por el pueblo —al menos por el pueblo de Ronda, Málaga—, que sufre en silencio la deslealtad del padre, de quien ha tenido que distanciarse para no perjudicar el crédito de la Corona y de la familia real ni degradar la dignidad de España. Incluso se ha visto obligado a avisarlo en su discurso, exactamente —según los diarios— en un pasaje donde se dicen obviedades como "la sociedad requiere ser un ejemplo a seguir" (ABC) y quiere "liderazgos éticos e instituciones exigentes" (La Vanguardia) y "lealtad a la corona" (El Mundo). El diario de los Godó abre a toda plana diciendo que que "Felipe VI defiende la ejemplaridad el día de la vuelta de su padre". Es notable. Queriendo hacer quedar bien al rey y adularlo, acaban presentándolo como un oportunista aficionado al a buenas horas mangas verdes.

Al emérito, en cambio, lo menosprecian. ABC y El Mundo describen la llegada de Juan Carlos I a Sanxenxo con el adjetivo "discreta", mientras El País señala que ha recibido "una acogida fría" y El Mundo remarca que no se le hizo ninguna "recepción" al llegar al aeropuerto de Vigo. La Razón lo fabula con más creatividad y atribuye a su "viaje inoportuno" la virtualidad de impulsar y galvanizar "a la izquierda" y "al populismo", aunque solo sea "coyunturalmente", como queriendo decir —no se ofenda el emérito— que mira, que es un fenómeno pasajero y no pasará nada, a la vez que lo amonesta con un manotazo suave en la muñeca por haber dado oxígeno a socialistas y podemitas y por interferir en la marcha victoriosa del PP con ese comportamiento de aguafiestas manazas.

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